05 junio 2006

Los inquilinos

Ella: blanquísima la piel, marrón el pelo. Un vaso de leche y una cucharada de café. Pequeña y nerviosa como una ardilla. Con bucles de mazapán y manos de esposa mimada. La habitación amaneciendo junto a ella. Junto a sus pocas expectativas, junto a su camisón de seda y junto al hombre que se lo ha regalado. La cama fue el lugar más original y perfecto para celebrar un amor que promete ser duradero. Como todos los que ella ha tenido sólo que esta vez es verdad. Él se lo ha dicho, él le ha regalado un camisón de seda ¿por qué no volver a confiar? Está segura. Esta vez es verdad. Sus dedos rozan un vaso de agua lleno de polvo junto al frasco de tranxilium y un cenicero con una sola colilla. Ella traga la primera pastilla del día y enciende el primer pitillo y un “no se puede ser más imbécil” es su primer pensamiento. Él es adorable. Tiene la mirada límpida como el estanque de un espacio protegido. Es adorable su olor a bebé, adorables sus tibias caricias, adorable la cadencia de su voz, adorables sus ronquidos y adorables sus pies. Él es un sueño y la ama. Ella, a pesar de todo, se siente sucia. Le ama pero no se puede ser más imbécil. Su madre también fue blanca y suave sólo que además fue lista. Aunque pudo decir mucho y bien prefirió callar y se las ingenió para encontrar a un hombre comprensivo y trabajador. Que supiera disculparla cuando se le escapaba alguna barbaridad. Que supiera reservarle un espacio para ella misma y que supiera darle dinero. Su madre sí que fue toda una mujer. Como todos los buenos murió joven y ¿qué fue del hombre trabajador y comprensivo? El hombre trabajador y comprensivo enfureció y un buen día se cansó de disculpar las barbaridades de su hija y la echó de casa. Aquel buen día ella encontró un adorable hombre a quien amar y un camisón de seda. La habitación es alegre y espléndida como una tarta de fresa. Hay estanterías llenas de libros ordenados alfabéticamente y un sofá con cojines bordados. La pared es de color rosa palo y tras la ventana hay geranios y cintas. También les acompaña un canario en su jaula, sobre una modesta mesita de madera. A ella se le hizo extraño hacer el amor con aquel pío, pío. Parecía amanecer cuando la noche ya les había cubierto. Pero también fue extraño que un desconocido la recogiera de la calle, la cediera su casa y la asegurara amor eterno. Él es un sueño, su habitación una tarta de fresa y ella una auténtica imbécil. El día promete ser un tesoro de risas y besos pero ¿y al día siguiente? Ella saca de su bolso un perfume que robó a su madre cuando era niña, un frasquito de cristal que había permanecido sin estrenar durante muchos años. Escondido en bolsos de ganchillo y más tarde de cuero. Se echa unas gotitas en su cuerpo desnudo como el agua y él se despierta y se acerca a ella y la besa en el cuello y aunque muy bien podía decirle lo contrario él elige un “hueles como un ángel”. Entre los labios de él queda un mechón de pelo de ella y vuelven a enredar sus cuerpos con el pío, pío sólo que esta vez sí amanece.
La habitación vuelve a amanecer junto a ella. Junto a su camisón de seda, junto a su incipiente confianza. Y la sorprende su propia sonrisa y esta vez decide no tomar pastillas ni encender un cigarro. Ahora se ríe de todos aquellos hombres que la utilizaron. Aquellos que se enjuagaron la boca con su inocencia para después escupirla sobre el asfalto. Aquel de la carne blanda y lisa que le preparaba huevos fritos para desayunar. Ella ya sabía lo que venía luego. Con el estómago lleno todo se hace mejor. Y era como darse un baño de plastilina. Hubo otros que prefirieron desayunársela en ayunas. Niños delicados, de miradas lánguidas, niños drogadictos. Qué risa le provocaban ahora. Ahora que había encontrado el amor verdadero. El hombre con el que iba a compartir su vida. Dando palmaditas ciegas por la cama le busca pero no le encuentra y no tiene más remedio que voltearse para encaminar sus manos sin dar pasos en falso. Pero... él no está. ¿Dónde está? ¿Tal vez dándose una ducha? ¿Preparando café? ¿Mirando por el balcón? No, sin duda él ha salido. Ella se lleva las manos a la cara y se deja caer en el sofá del salón. Un “no se puede ser más imbécil” es el eco de su propia burla. Acaricia los pliegues de su camisón como si fueran pétalos de amapola. “Volverá”, “volverá”.
Ella ha mordisqueado una tostada y la ha tirado a la basura. Ha regado las cintas y los geranios. Ha limpiado la jaula del pajarillo y le ha puesto alpiste. Ha ojeado los libros. Ha intentado dormir. Ella ha alisado sus rizos de mazapán cien veces, se ha fumado quince cigarrillos y ha tomado tres pastillas. “Volverá”, “volverá”. Ahoga unas lágrimas, ahoga su “no se puede ser más imbécil” cantando a intervalos una canción de moda. No se le ocurre nada más que hacer mientras él regresa. Canta otra vez. Entonces siente el rasgar de una llave en la cerradura. Corre hacía la puerta. “¡Lo sabía!, ¡Él vuelve!” “¡Claro!, ¡Me ama!” Casi se da de bruces con una pareja que la mira con ojos de cartón y la sonríen molestos. Ella no puede contener su rabia “¿Qué hacen estos desconocidos en mi casa?, ¿Por qué él no me ha avisado?”
-Pero... ¿quienes son ustedes?
La mujer frunce los labios, alza las cejas y vuelve a sonreír sólo que esta vez con amabilidad. Después dice alegre:
-Nosotros somos los nuevos inquilinos ¿y usted?
Lorena Caballero

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