29 mayo 2006

Suspiros de chocolate

Hoy es mi cumpleaños. Medio siglo, me dice Berta sentada al otro lado de la mesa camilla. ME-DI-O-SI-GLO, diez años más de los que aparento y, desde luego, muchos más de los que tengo. Berta deja a un lado su labor y me mira. Medio siglo. Y aquí estamos, Berta y yo, a un lado y otro de la mesa camilla, contemplando una tarta igual a la que provocó que nos conociéramos. Medio siglo. Tendré que empezar a creérmelo… las cincuenta velas encendidas en la tarta me lo dicen a gritos. Lo mismo que la sonrisa burlona de Berta, una sonrisa que arranca chispas a sus ojos color chocolate. Ojos tan brillantes como el día que los miré por primera vez. Pero aquella vez no era de felicidad. Berta lloraba y yo, en un gesto tan espontáneo como insólito en una desconocida, acerqué mi mano a su cara y le sequé las lágrimas. Ahí empezó todo y porque todo empezó estamos ahora aquí, frente a esta tarta que en realidad no es una tarta. Por eso ahora voy a apagar las velas, voy a servirme una buena porción y voy a comérmela lentamente y luego voy a acercarme a Berta y también voy a comérmela, metódica y meticulosamente, rebañando, como debe ser. Es mi ración diaria: Berta y medio kilo de chocolate. Berta a la taza, en tableta, en mousse, en flanes, pastel de Berta, bizcocho de chocolate, magdalenas, bombones, pastas, lenguas de gato, tejas, trufas. Sin olvidar, por supuesto, el licor de Berta y el café con chocolate.
Así es mi adicción, insaciable e indiscriminada, pero cuando se supera a sí misma y ya no hay marcha atrás, es cuando se trata de la versión llamada "Suspiros de chocolate". Este es el nombre de la mencionada tarta que elaboraban, hasta hace un año, en la pastelería "La Marina" de la calle Alberto Aguilera 34, en Madrid. Como el burro con la zanahoria delante, así caminaba yo por el barrio de Argüelles, babeando en busca de mi dosis de paraíso. A menos de tres manzanas de la pastelería ya empezaba a salivar y no tenía más remedio que acelerar el paso para toparme, cuanto antes, con el sublime olor del postre más sublime del planeta: una capa de esponjoso bizcocho de intenso chocolate negro; otra capa de mousse de trufa; otra de ligerísima crema de chocolate blanco y, por último, como una manta que arropa todo amorosamente, una lámina crujiente de chocolate negro, profundamente amargo, espolvoreado de nubes de azúcar. Su sabor rotundo, invariable, no tenía sustituto, siempre me daba lo que su mismo nombre prometía: suspiros de placer auténtico, invencible. Porque la tarta, como tal, en su propia esencia de ser tarta, es algo simple, algo dulce y rico, algo que no tiene frustraciones, no discute, no pide nada a cambio, no tiene un mal día, no le duele la cabeza, ni padece de impotencia. Por entonces yo sostenía una peculiar tesis, en parte para explicarme esta adicción tan incondicional y tan exagerada y, en parte, para justificar mi soledad. Pensaba que el placer que proporciona un bocado exquisito es comparable, y muchas veces superior, al que proporciona el sexo. Por eso yo había renunciado al sexo, quiero decir -claro está-, al sexo compartido y me había volcado en este tipo de placer más fiable, más seguro, al que puedes permanecer fiel, con facilidad, toda la vida.
Pensando así, era lógico que me temblaran las piernas al ver pegado en el cristal del escaparate de la pastelería el despiadado cartel de "Se vende". El cierre metálico no estaba echado y, sin pensarlo, empujé la puerta. El local presentaba un aspecto desolador, estaba oscuro y casi vacío; sus deliciosos aromas aún impregnaban levemente las paredes, pero parecían a punto de escaparse definitivamente.
Al oír la puerta, la dueña, tan solícita y amable como siempre, pero con un velo de tristeza en los ojos, salió del obrador. Su marido –me dijo- había muerto hacía un mes y ella, cansada y deprimida, sin hijos que lo heredaran, ponía a la venta el negocio que había sido toda su vida. Tu vida acaba de comenzar ahora, pensé yo, sin saber muy bien porqué. Hasta ese momento apenas habíamos cruzado más de cuatro frases seguidas y, tan convencionales e insulsas, como suelen serlo las propias relaciones cliente-vendedor. Lo ignoraba todo de ella pues mi interés siempre se había centrado en lo único, es decir, en mis "Suspiros". Sabía -eso sí- que era ella misma la pastelera, la creadora de esas exquisiteces y, como tal, merecía a mis ojos la mayor de las admiraciones. Aparentaba una edad similar a la mía y su mirada color chocolate era tan dulce como -más tarde pude comprobar- lo era su carácter.
Mientras me explicaba a grandes rasgos su actual situación, dos lágrimas se escaparon de las trufas de sus ojos. A medias enternecida por su dolor y a medias rabiosa por la pérdida de mis deseados "Suspiros", tuve el impulso de secarle las lágrimas e invitarla a tomar algo en el bar de al lado. Algunos podrían haber sospechado que lo que pretendía era hacerme con la receta de la tarta pero, a esas alturas, eran ya otras mis intenciones. Cualquiera que hubiera tenido la oportunidad de aspirar el aroma a bollo recién hecho que se escapaba de su escote se hubiera marcado el mismo objetivo.
Ese día, ya lo he dicho, empezó todo. Ella enseguida me invitó a probar sus “Suspiros” y, así, poco a poco -como debe ser- nos fuimos haciendo íntimas. Teníamos muchas cosas en común. Las dos estábamos solas, éramos libres e independientes y, desde luego, todavía jóvenes. Se vino a vivir a mi barrio y juntas amueblamos su nueva cocina con todo lo necesario para poder seguir –como decimos nosotras- "pasteleando". Juntas hemos inventado una nueva variedad de bizcocho que nos sale especialmente bien y, juntas también, seguimos con los suspiros, suspiros en el desayuno, suspiros en la siesta, suspiros después de cenar, suspiros, como los de hoy, para merendar. Los ojos burlones de Berta siguen mirándome ¿Suspiramos?, parecen preguntarme. La verdad es que dudo si verdaderamente lo he oído o lo he leído en su mirada. Y mientras dudo, se me escapa una lágrima que ella me seca con un dedo que luego se lleva a la boca para lamerlo. Las velas han empezado a humear, la cera se derrite y corre peligro nuestra tarta. ¡Cómeme! parece gritarme Berta. ¡Cómeme! parece gritarme la tarta. Vayamos por partes. Ya tengo medio siglo y aún hay tiempo para todo. Hoy es mi cumpleaños.
María Aguirre

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