26 junio 2006

Vecinos

Andrea se encontró en el súper a ese vecino tan guapo del tercero. Llevaba una botella de vino y cuchillas de afeitar. ¡Qué romántico! ¿Quién será la afortunada?. Como una estúpida le dejó pasar primero. Yo tengo el carro lleno, no es ninguna molestia, por favor.
Al día siguiente se lo encontró de nuevo, en el portal. Esta vez fue él quien sujetando la puerta le cedió el paso. Hoy por ti, ayer por mí. Jijí se rió nerviosa. Qué educado. Se le caía la baba.
Esa misma tarde llamó a su puerta ding dong. ¿Me puedes dejar un poco de sal, que a ti te sobra? Se puso roja por el piropo.
Cuando al día siguiente la policía acordonó la zona y vinieron los cámaras de televisión, todos los vecinos coincidían en que era un hombre muy guapo y agradable que saludaba sonriente al bajar la basura.
Nadie sabía que Andrea le coló en el súper para comprar el vino que la embriagó y las cuchillas que utilizó para rajarla, ni que la sal que le sobraba a Andrea serviría para torturarla una vez que la carne estuviera abierta, ni que su risa nerviosa cuando coincidieron en el portal se repetiría más adelante. Tampoco que iba a volver a caérsele la baba ni que se pondría roja de nuevo y para siempre, o morada.
No sabían los vecinos lo que contenían las bolsas cuando sonreía al bajar la basura.
Gonzalo Munilla

19 junio 2006

La sinécdoque narrativa

En el programa de hoy se ha repasado un rcurso de primer orden para construir un relato: La sinécdoque narrativa. El texto que se ha analizado para entener la mecánica de la misma es este fabuloso relato de Medardo Fraile.

El álbum
Entraron aprisa en el café y se sentaron. La impaciencia les encendía los ojos al dejar el paquete sobre la mesa. Ella, apenas sentada, comenzó a abrirlo, mirando con amor, alternativamente, la cinta roja sobre el papel y el rostro de él con ligero orgullo protector y expectante.
–¿Qué van a tomar?
–Café con leche. ¿Y tú?
–Lo mismo.
En la mesa apareció con pastas de color azul marino, como el traje de los días señalados, el álbum de las chocolatinas. Era un gran día. Habían hablado de él como se habla de cuando llegará un niño. Aquel álbum representaba el tesón del novio en su niñez, que había reunido una estampita tras otra hasta cubrir todas las ventanillas sin paisaje de aquel libro difícil. Sus compañeros de colegio –él lo recordaba– habían dejado en el álbum huecos de desamor y desidia. Y el álbum, ahora flamante sobre la mesa, mostraba la solicitud en el tiempo de un hombre cuidadoso, fiel toda su vida a sus más inocentes alegrías, al objeto de su ilusión más nimia. Para la novia, aquel álbum implicaba tesón y constancia. Tenían sobre la mesa el café con leche del amor humilde, pero tenían también dentro del libro las maravillas todas del Universo, y se pusieron a deshojarlas con lentitud amorosa, como si en ello le fuera su felicidad, el sí o el no.
–No: hoy “Las Mariposas”, no –decía ella con tremendo gozo–. Hemos visto ya “Los Grandes Inventos”.
Cada hoja les aproximaba, día tras día, un poco más. El día de “Las Mariposas”, ella balanceó sus pestañas en el aire hacia un hombre joven que estaba enfrente sentado, y él –el novio– tuvo celos. Pero ella ni había mirado siquiera a aquel hombre: quería simplemente mariposear con sus finas pestañas. El día de “Las Aves Domésticas” proyectaron un canario naranja transparentándose en el hogar que tendrían, en la ventana con sol: “Mejor, blanco”, insinuaba él. “No, tiene que ser naranja”, decía resuelta ella, entornando los ojos como si le dañara el agridulce color del pájaro. En “Las Aves Exóticas” pusieron sobre el pelo de ella, suave, un sombrerito atrevido de vistosas plumas en una tarde con risa en el mundo, y champaña y “confetti”. En “Flores para Regalo” él la obsequió con doce tulipanes para que no olvidara alguna cosa. Al llegar a “Animales Prehistóricos”, tuvo ella miedo y se acercaron más. Él quiso continuar más días viendo “Los Animales Prehistóricos”, pero ella se negó y entró en la hoja rutilante de “Las Piedras Preciosas”. Ante “Las Piedras Preciosas” él anduvo receloso por sentimiento atávico. Veía en los ojos de ella cierta cortesana desfachatez, ciertas desmesuradas pretensiones, que le tuvieron en desazón toda la tarde y que interpuso entre ellos una pastosa frialdad anfibia. En “Las Algas” enredaron sus dedos, manos, brazos, miradas y palabras. Con “La Evolución del Automóvil” lo pasaron bien, dieron saltos y frenazos bamboleantes sobre sus sillas. Con “Las Fieras” se identificó ella de tal forma, que los ojos se le llenaron de instinto y él se encontró como un domador trágico que de un instante a otro podía perecer. Con “La Fauna del Mar” cruzaron una y otra vez por los ojos de él y de ella los peces cariñosos, perezosos, suaves, del amor, y estuvieron pasando toda la tarde mansa, humildemente. Al llegar a “Las Frutas”, ella, con un rubor, posó su mano sobre las manzanas para que él no tuviera ningún pensamiento avanzado, para que no pensara cono Adán.
Terminaron el álbum, y estaban tostados y palpitantes como después de un largo viaje. Era como si volvieran con los mismos recuerdos de una luna de miel respetuosa. Ella esperó todos los días –sobre todo el último– a que él dijera: “El álbum para ti, te lo regalo.” Pero no lo hizo. Llenar aquel libro de cromos había sido la gracia de su niñez, le había proporcionado entrada de honor en todas las visitas. Y cogió su álbum y se lo guardó. Ella, de haberlo tenido, le habría devuelto su regalo en palabras llenas de entendimiento y colores, en experiencia del mundo, en primores de planta y honduras de mar. Pero así las tardes fueron enfriándose, se aburrían y hacían tos de las palabras rotas. Y un día ella –que se había enamorado de aquel álbum– le dijo adiós a él. Y él tendrá que sacarlo de nuevo en su vida, cuando llegue la hora, sin atreverse a regalarlo nunca.
Medardo Fraile

12 junio 2006

Tengo algo que contarte

Imagina a Elena antes de hablar conmigo. Elena deleitándose al contemplar sus uñas coloreadas de un frambuesa intenso. Elena descolgando el auricular del teléfono. Elena marcando mi número. 5-3-2-7-5-5-7. Tum, tum, tum...
- Tengo algo que contarte...
Su voz me quema como leña prendida en mis entrañas. Nunca me gustó. Exaltada, eufórica. Como si todo fuera maravilloso. Siempre con algo que contar. Como si la vida fuera una continua aventura.
Quedamos en el parque encantado. El parque donde un niño se cayó de un columpio. Y se mató. Y ahora el columpio se balancea solo de cuando en cuando. Y dicen que se oye una voz infantil cantar. También de cuando en cuando. Yo nunca la escuché y eso que en mi época de estudiante pasé muchas tardes allí.
Voy en busca de Elena. Una chica frívola como un beso que no llega a tocar la mejilla. Una chica con el coño perpetuamente apretado y letra con adornitos tipo flor en el punto de la “i”. En definitiva, una chica con la que sólo se podría disfrutar echando un polvo. Su rostro recibiéndome con una impecable sonrisa se cuela en mi imaginación y me da un buen susto. Enciendo un cigarrillo. Siempre se puede encontrar una mala excusa para fumar. Pero el caso es que no dejo de preguntarme ¿qué será eso que me tiene que contar?
A través de unos matorrales Carlos se abre paso. Es la aparición de un espléndido príncipe azul sólo que en versión cutre. Carlos es el novio de Elena y a pesar de su belleza sólo su madre, Elena y yo sabemos que tiene un precioso lunar con tres pelos duros como escarpias en su cosita. Fue uno de los tantos “tengo algo que contarte” de Elena. Desde entonces no dejé de preguntarme si aquello a mi “amiga” le dolería.
Carlos me pregunta que qué hago aquí y también que si no escucho a un niño cantar.
-¿Conoces la historia?
-No.
¿Por qué el espíritu de ese pequeñajo desgreñado y con pupas no querrá dejarse oír por mí?
Carlos se enreda a contarme historias sobre su trabajo como reponedor en el Carrefour y sus devaneos con el alcohol los fines de semana. No me habla de su novia. En realidad me come con los ojos mientras me aburre con sus banalidades. Y entre cartones de leche y botellas de vodka suelta un, (¿He escuchado bien? Sí), suelta un “Qué bonita estás cuando no sabes qué hacer y te miras la punta de los zapatos y balanceas los pies.” ¿De dónde habrá sacado tal estupidez? Y luego lo remata diciendo “Siempre me has gustado”. Ahora me está besando. La vaselina de sus labios sabe a fresa y nicotina. Siento ganas de vomitar.
-Estoy esperando a Elena.
-Entonces vayamos a otro sitio. Quien me gusta de verdad eres tú.
Caminamos. Yo no sé qué hacer. Estaría bien darle un escarmiento a esa pantera con minifalda pero cómo me como yo un lunar con tres pinchos. Un lunar con tres pinchos. Un cactus taladrando mi interior. Está bien, está bien, tragaré con el erizo infecto con tal de borrar esa sonrisa de orgasmo fingido que Elena siempre dibuja en su rostro. Pero... ¡no! Es que sé que no voy a poder soportarlo y el momento llegará. Los dedos de Carlos resbalan por mi nuca y son tan exasperantes como polen en la nariz. Le miro con dulzura. Imagino un tenedor clavándose en la carne de un melocotón y también la cara de boba de Elena al enterarse de que su novio la ha dejado por mí. Paso del terror a la satisfacción y de la satisfacción al interrogante y del interrogante otra vez al terror. Me siento como si presenciara el transcurso y el final de la función de un trapecista y luego no supiera cuando voy a volver al circo, pero vuelvo. Creo que Carlos va a intentar besarme otra vez. Me dejo. Dios mío, me estoy mareando. Suelto un suspiro. Carlos parece excitado. Sus manos estrujan mi trasero y, de pronto, me parece oír cantar al niño un “sí” acompasado. Ya se me ha pasado el mareo. Por fin me he decidido.
-¿Puedes esperar un momento?
-Claro.
Me alejo móvil en mano.
Imagina la mano blanca y lisa de Elena cogiendo su móvil. Imagina su cara cuando empiece a decirla:
-Tengo algo que contarte.
Lorena Caballero

Bailando con un mosquito

- ¡Venga, ábrelo! – dijo el chico un tanto excitado, mientras ella miraba la caja como si fuera un hombre de traje gris y corbata bien apretada.
- ¡Ábrelo!
La chica agitó la caja y la acercó a su oído. Todo lo que escuchó fue el sonido de una ligera y calurosa brisa que entraba por el ventanal chocando contra ella. Estuvo a punto de refunfuñar “¡aquí no hay nada! ¡Qué bromas más tontas tienes!”. Pero entonces se acordó del cuento del padre y la niña con su regalo. Aquel donde una niña sorprende con una caja vacía a su padre, éste cree que la niña le toma el pelo hasta que ella le dice que no, que la caja está colmada de besos para él. ¿Y si a su novio se le había ocurrido una extravagancia parecida?
-¿Vas a abrirlo o no?
-Sí, es que quería darme un poco de aire. En esta buhardilla hace un calor de muerte. Sólo era eso - dijo ella después de tomarse unos segundos para reaccionar.
“Como todos los cáncer soy de efectos retardados”, solía disculparse a sí misma. Pero lo cierto era que cáncer o libra, si alguien cercano moría, tres meses después era cuando a ella le entraba la tristeza y tardaba veintidós segundos en sonreír tras una caricia. El novio se había molestado en contar los segundos y se lo había dicho, a lo que ella había respondido: “Como todos los cáncer soy de efectos retardados. Ya sabes”.
Entonces abrió el regalo. Y encontró que era la propia caja. Una caja metálica con la foto de Marilyn Monroe. Después de mirarla durante unos segundos como si se tratase de un hombre de traje gris y corbata bien apretada soltó una carcajada.
-¿Qué es?- preguntó el novio-. No sabía que Marilyn tuviera una faceta cómica para ti- añadió luego un poco molesto pues hubiera esperado un beso o un simple “gracias”.
-No es nada. Sólo algo que recordé. Un comentario. Algo que me dijo uno de esos chicos locos con los que salía antes de quedarme contigo.
-Bueno, cuenta.
-Nada. Decía que odiaba a Marilyn. Que tendrían que comercializar rollos de papel higiénico con sus fotos.
-Pues yo no le veo la gracia a ese chico loco. Y por lo que me has contado de ellos, no le veo la gracia a ninguno de esos chicos locos con quienes salías antes de estar conmigo. Tu siempre borracha y ellos haciéndote lo que les venía en gana. La loca eras tú y lo sigues siendo.
-Vale, perdona. Es algo que recordé. Sólo era eso.
Entonces ella empezó a seleccionar qué objetos quería guardar en aquella caja. Cogió los polvos compactos. Algo que jamás usaría pero que compró un día para quitarse un mal pensamiento de la cabeza. Siempre que se sentía asustada o celosa compraba algo al azar. Y esas mismas cosas que le quitaban el mal pensamiento durante unos minutos se lo volvían a recordar después. Cuando los miraba o los utilizaba y se decía “mira, esto lo compré cuando pensé que el pecho me dolía tanto porque tenía un cáncer de pulmón” o “ ¡ah!, las tijeras de cuando seguía segura de que Pedro aún pensaba en aquella niña peruana con cara de viciosa y culo respingón con la que compartimos piso”. El pensamiento de los polvos compactos había sido uno muy parecido a este último. Después eligió un libro de relatos de Salinger que ya había leído diez veces y se sabía casi de memoria. Ya era hora de olvidar aquellas historias frívolas y patéticas. Por último cogió un espejo de mano roto por una de las caras. No era supersticiosa pero por si acaso no quería volver a mirarse en él. Tenía lo que podríamos llamar manías, como hacer doble nudo en los cordones de sus botas (así no se caería), pero supersticiones ni una. El espejo se lo habían regalado sus tres tías por parte de padre. Una de las cuales había estado loca.
-¿Nunca te conté como murió mi tía loca? Ella me regaló este espejito.
-No. Ni siquiera sabía que hubieras tenido una tía loca, aunque ahora que lo dices, eso me aclara ciertas cosas.
-No seas tonto- murmuró ella -, te contaré como murió.

Pero Pedro no quiso saberlo. La tía Antonia, que así se llamaba, fue una niña aplicada y esbelta. Siempre olía a leche y magdalenas y tenía miles de vestidos cada cual más divino. Pero acabó siendo una cuarentona metida en carnes que nunca se cambiaba de ropa. Acabó postrada en una silla de la cual nunca se levantaba. Cuando le entraba el sueño cerraba los ojos y al rato resoplaba y a la mañana siguiente amanecía de nuevo en la silla. Sus dedos parecían guantes blancos apolillados y hablaba con señoras que iban a la compra y señores que salían a tomar un vinillo. Acabó siendo un adefesio marginado que inventaba personajes para pasar el rato. Sus piernas, tan pizpiretas en otro tiempo, se transformaron en orugas hinchadas de laboratorio y ya no se sabía de qué color era su pelo de lo sucio que lo tenía. La tía Antonia sencillamente fue y luego se murió. Sin embargo, antes de que ello sucediera su ex-marido fue a visitarla un día. Quería darle una sorpresa. Así que cargó con el tocadiscos y puso la canción favorita de ambos. Aquella con la cual se conocieron, bailaron, se enamoraron y durmieron tantas veces al pequeño que tuvieron más tarde. Se trataba de “Michelle”, la canción de los Beatles. Y al ponerla en la cocina la tía Antonia se levantó de su silla. Todo lo ancha que era. Y las carnes le cayeron como lágrimas de un condenado y comenzó a mover brazos y piernas de una manera mecánica como si se tratase de un robot y se echó su pelo sucio hacia atrás y sonrió con los pocos dientes que aún le quedaban. Estaba realmente seductora la tía Antonia, sí. Pero ahí estaba. Había pasado a la acción. De ser una aburrida espectadora de los caseros acontecimientos que ocurrían en la cocina había pasado a ser de nuevo una actriz bailando su propia banda sonora. Su ex-marido daba palmas y sus dos hermanas la animaban a seguir bailando. Entonces un mosquito entró por la ventana y comenzó a revolotear alrededor de la tía loca.
- Mira, parece que esté bailando con el mosquito- dijo el ex-marido y todos se rieron.
Y como Antonia no hacía ningún aspaviento para espantarlo, tal vez ni lo veía, el ex-marido añadió:
- Mira, parece que le gusta bailar con el mosquito- y todos volvieron a reír.
Incluso la tía Antonia sonreía, pero es que ella siempre tenía la mirada perdida y una sonrisa nostálgica en la boca. Entonces, de pronto, Antonia se desplomó sobre el suelo y se murió.

-Murió bailando con un mosquito- terminó de contar la chica pero Pedro no parecía escuchar.
Sin embargo la miraba y vio como ella comenzó a darse leves toques en el pecho, nerviosamente. Como si fuera una niña bien y remilgada a la que se le ha atragantado una raspa. Después le sonrió y él supo enseguida de qué se trataba. Hicieron el amor acompañados por un silencio sólo interrumpido por algún ágil gemido de él o algún gritillo ahogado también de él. Mientras allá arriba la luna cortaba las nubes con sus destellos de acero. Mientras allá abajo las carreteras se iban vaciando de coches y por las aceras caminaban los últimos transeúntes. Cuando terminaron él se vistió de prisa y dijo:
-Bueno, niña, me voy al trabajo.
Ella aprovechó un giro de él para guardar sus bragas en la caja. Él no miraría dentro. Él respetaba su intimidad. Prenda doble de recuerdos de los que debía despojarse. Prenda comprada al azar y testigo de un polvo sin orgasmo. La caja cubo-de-basura era el mejor recipiente para ella. Luego comenzó a vestirse despacio.
-No ha estado mal- le dijo él antes de irse y le guiñó un ojo.
-No exactamente- dijo ella, pero él ya se había marchado.
Ella esperó a que él se adentrara en las calles ya tan sólo habitadas por los bebedores crónicos y vagabundos, por las putas deseosas de avivar un deseo, por los insomnes aburridos de no poder dormir y entonces sacó el cartelito. El cartelito decía La puerta de la buhardilla cinco está abierta. A quien quiera subir. Bajó las escaleras desde el cuarto piso. Descalza y sin ropa interior. “A quien quiera subir”, se decía. “Alguien subirá”, se consolaba después. Y es que ella estaba así, desconsolada y un poquito desesperada también. Hacía muchos días ya que echaba de menos a Pedro. Pedro se había esfumado con su trabajo y sus pasatiempos. Apenas se percataba de su presencia. Siempre andaba ocupado y la escuchaba cada vez menos. Ya sólo hacían el amor. Y ella siempre se quedaba frustrada. Pasaba las tardes sola. Aburrida en la diminuta buhardilla. Ya se había leído todos los libros que tenían más de una vez y había escuchado todos los discos más de cinco veces. No se le ocurría de qué otra manera matar el tiempo. Se sentía sola. Estaba sola. Por eso el a quien quiera subir . Colocó el cartelito en la puerta del portal y volvió a subir las escaleras. Después se acostó en la cama y esperó. Como llevaba haciendo diez largos días. Era entonces cuando recordaba los momentos que fueron grandes para ella. Aquellos momentos que se habrían escondido en la cajita de música que compraron juntos en un rastrillo, la cual se rompió y aún ninguno se había molestado en arreglar y así permanecía la cajita, rota, sobre un estante. Los momentos grandes, de vidas grandes, de vidas de amores correspondidos y por ello mismo tumultuosos. Tal vez vidas de grandes artistas y de otros que no llegaron a poder ser. Eran los momentos en soledad en cualquier café. Escribiendo cuentos de esos que nunca llegan a ninguna parte pero que mecen el espíritu y arrebatan los impulsos desesperados. Mirando como fuma algún hombre de edad y como parece melancólico. Pensando en cómo convertirle en protagonista de otra historia, que se perdería en alguna carpeta donde para siempre quedaría atrapado su humo y su melancolía.
La costumbre de entrar en cafés la había heredado de su tía Antonia. Los bares de barrio siempre recogen a alguna loca. Allí se sienten integradas. Y es que tal vez ella también se sabía loca. Ya no visitaba cafés porque la economía que compartía con su pareja era de esas de desayunos en casa. En realidad ya no hacía nada de lo que antes había hecho. Sola y con él. Ya sólo recordaba y esperaba la visita de alguien. Eran grandes las madrugadas en las que salían a alguna gasolinera a por dulces. Se emborrachaban de azúcar y hacían el amor en jardines. Era grato sentir la humedad del césped y el olor de las anémonas. Era grato escuchar a los grillos y mezclar el sabor a donuts con el de la saliva del otro. Todo quedaba en pretérito. Como su tía, ella también fue, sólo que aún no había muerto. Tal vez allí tirada lo parecía. Tal vez tan sólo, y es mucho, se trataba de que había enterrado su espíritu. Ella sabía que por alguna razón que ignoraba, en algún instante, él miró la foto, la que se hicieron juntos en un fotomatón y él siempre llevaba en la cartera, la miró a ella y por primera vez la odió.
A partir de ahí cambiaron las cosas. Se partió el amor tumultuoso y empezó a ser mediocre. Adios momentos grandes. “Adios”, pensaba ella, “gracias por haberme mantenido subida a unos enormes zancos de circo desde los cuales vi padecer y sonreír al resto de los mortales. Ahora toco el suelo y, Dios, qué duro es”. Entonces, justo cuando imaginaba como él miraba la foto y la odiaba, la tenue brisa pareció enfurecerse. Entraron ráfagas de viento tan fuertes por el ventanal que abrieron la portezuela. Un mosquito despistado entró y se puso a hacer cabriolas delante de ella. Supo entonces que se trataba del mosquito y no dudó en bailar con él. Había llegado el momento. Había sido y ahora le tocaba morir. Bailó con él mientras pensaba en qué canción la había marcado ¿Con qué melodía poner fin a la película? No existía ninguna canción. Así que bailó una canción sorda. Bailó descalza y sin ropa interior. Bailó y bailó con el mosquito hasta que le dolieron los huesos. Confiaba en desplomarse. Por fin todo acabaría.
Lorena Caballero