tag:blogger.com,1999:blog-220461642024-02-20T19:23:18.423+01:00Vivir del cuento La literatura en la radioEspacio de encuentro del taller radiofónico emitido por Radio Círculo (100.4 FM) los lunes de 20 a 21 horasUnknownnoreply@blogger.comBlogger24125tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1151334911784932202006-06-26T17:12:00.000+02:002006-06-26T17:15:11.786+02:00VecinosAndrea se encontró en el súper a ese vecino tan guapo del tercero. Llevaba una botella de vino y cuchillas de afeitar. ¡Qué romántico! ¿Quién será la afortunada?. Como una estúpida le dejó pasar primero. Yo tengo el carro lleno, no es ninguna molestia, por favor.<br />Al día siguiente se lo encontró de nuevo, en el portal. Esta vez fue él quien sujetando la puerta le cedió el paso. Hoy por ti, ayer por mí. Jijí se rió nerviosa. Qué educado. Se le caía la baba.<br />Esa misma tarde llamó a su puerta ding dong. ¿Me puedes dejar un poco de sal, que a ti te sobra? Se puso roja por el piropo.<br />Cuando al día siguiente la policía acordonó la zona y vinieron los cámaras de televisión, todos los vecinos coincidían en que era un hombre muy guapo y agradable que saludaba sonriente al bajar la basura.<br />Nadie sabía que Andrea le coló en el súper para comprar el vino que la embriagó y las cuchillas que utilizó para rajarla, ni que la sal que le sobraba a Andrea serviría para torturarla una vez que la carne estuviera abierta, ni que su risa nerviosa cuando coincidieron en el portal se repetiría más adelante. Tampoco que iba a volver a caérsele la baba ni que se pondría roja de nuevo y para siempre, o morada.<br />No sabían los vecinos lo que contenían las bolsas cuando sonreía al bajar la basura.<br /><div style="text-align: right;">Gonzalo Munilla<br /></div>Unknownnoreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1150818199113871952006-06-19T17:24:00.000+02:002006-06-26T17:12:20.540+02:00La sinécdoque narrativaEn el programa de hoy se ha repasado un rcurso de primer orden para construir un relato: La sinécdoque narrativa. El texto que se ha analizado para entener la mecánica de la misma es este fabuloso relato de Medardo Fraile.<br /><br /><div style="text-align: center;"><span style="font-weight: bold;">El álbum</span><br /></div>Entraron aprisa en el café y se sentaron. La impaciencia les encendía los ojos al dejar el paquete sobre la mesa. Ella, apenas sentada, comenzó a abrirlo, mirando con amor, alternativamente, la cinta roja sobre el papel y el rostro de él con ligero orgullo protector y expectante.<br />–¿Qué van a tomar?<br />–Café con leche. ¿Y tú?<br />–Lo mismo.<br />En la mesa apareció con pastas de color azul marino, como el traje de los días señalados, el álbum de las chocolatinas. Era un gran día. Habían hablado de él como se habla de cuando llegará un niño. Aquel álbum representaba el tesón del novio en su niñez, que había reunido una estampita tras otra hasta cubrir todas las ventanillas sin paisaje de aquel libro difícil. Sus compañeros de colegio –él lo recordaba– habían dejado en el álbum huecos de desamor y desidia. Y el álbum, ahora flamante sobre la mesa, mostraba la solicitud en el tiempo de un hombre cuidadoso, fiel toda su vida a sus más inocentes alegrías, al objeto de su ilusión más nimia. Para la novia, aquel álbum implicaba tesón y constancia. Tenían sobre la mesa el café con leche del amor humilde, pero tenían también dentro del libro las maravillas todas del Universo, y se pusieron a deshojarlas con lentitud amorosa, como si en ello le fuera su felicidad, el sí o el no.<br />–No: hoy “Las Mariposas”, no –decía ella con tremendo gozo–. Hemos visto ya “Los Grandes Inventos”.<br />Cada hoja les aproximaba, día tras día, un poco más. El día de “Las Mariposas”, ella balanceó sus pestañas en el aire hacia un hombre joven que estaba enfrente sentado, y él –el novio– tuvo celos. Pero ella ni había mirado siquiera a aquel hombre: quería simplemente mariposear con sus finas pestañas. El día de “Las Aves Domésticas” proyectaron un canario naranja transparentándose en el hogar que tendrían, en la ventana con sol: “Mejor, blanco”, insinuaba él. “No, tiene que ser naranja”, decía resuelta ella, entornando los ojos como si le dañara el agridulce color del pájaro. En “Las Aves Exóticas” pusieron sobre el pelo de ella, suave, un sombrerito atrevido de vistosas plumas en una tarde con risa en el mundo, y champaña y “confetti”. En “Flores para Regalo” él la obsequió con doce tulipanes para que no olvidara alguna cosa. Al llegar a “Animales Prehistóricos”, tuvo ella miedo y se acercaron más. Él quiso continuar más días viendo “Los Animales Prehistóricos”, pero ella se negó y entró en la hoja rutilante de “Las Piedras Preciosas”. Ante “Las Piedras Preciosas” él anduvo receloso por sentimiento atávico. Veía en los ojos de ella cierta cortesana desfachatez, ciertas desmesuradas pretensiones, que le tuvieron en desazón toda la tarde y que interpuso entre ellos una pastosa frialdad anfibia. En “Las Algas” enredaron sus dedos, manos, brazos, miradas y palabras. Con “La Evolución del Automóvil” lo pasaron bien, dieron saltos y frenazos bamboleantes sobre sus sillas. Con “Las Fieras” se identificó ella de tal forma, que los ojos se le llenaron de instinto y él se encontró como un domador trágico que de un instante a otro podía perecer. Con “La Fauna del Mar” cruzaron una y otra vez por los ojos de él y de ella los peces cariñosos, perezosos, suaves, del amor, y estuvieron pasando toda la tarde mansa, humildemente. Al llegar a “Las Frutas”, ella, con un rubor, posó su mano sobre las manzanas para que él no tuviera ningún pensamiento avanzado, para que no pensara cono Adán.<br />Terminaron el álbum, y estaban tostados y palpitantes como después de un largo viaje. Era como si volvieran con los mismos recuerdos de una luna de miel respetuosa. Ella esperó todos los días –sobre todo el último– a que él dijera: “El álbum para ti, te lo regalo.” Pero no lo hizo. Llenar aquel libro de cromos había sido la gracia de su niñez, le había proporcionado entrada de honor en todas las visitas. Y cogió su álbum y se lo guardó. Ella, de haberlo tenido, le habría devuelto su regalo en palabras llenas de entendimiento y colores, en experiencia del mundo, en primores de planta y honduras de mar. Pero así las tardes fueron enfriándose, se aburrían y hacían tos de las palabras rotas. Y un día ella –que se había enamorado de aquel álbum– le dijo adiós a él. Y él tendrá que sacarlo de nuevo en su vida, cuando llegue la hora, sin atreverse a regalarlo nunca.<br /><div style="text-align: right;">Medardo Fraile<br /></span></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1150816885332633962006-06-12T17:20:00.000+02:002006-06-20T17:21:25.336+02:00Tengo algo que contarteImagina a Elena antes de hablar conmigo. Elena deleitándose al contemplar sus uñas coloreadas de un frambuesa intenso. Elena descolgando el auricular del teléfono. Elena marcando mi número. 5-3-2-7-5-5-7. Tum, tum, tum...<br />- Tengo algo que contarte...<br />Su voz me quema como leña prendida en mis entrañas. Nunca me gustó. Exaltada, eufórica. Como si todo fuera maravilloso. Siempre con algo que contar. Como si la vida fuera una continua aventura.<br />Quedamos en el parque encantado. El parque donde un niño se cayó de un columpio. Y se mató. Y ahora el columpio se balancea solo de cuando en cuando. Y dicen que se oye una voz infantil cantar. También de cuando en cuando. Yo nunca la escuché y eso que en mi época de estudiante pasé muchas tardes allí.<br />Voy en busca de Elena. Una chica frívola como un beso que no llega a tocar la mejilla. Una chica con el coño perpetuamente apretado y letra con adornitos tipo flor en el punto de la “i”. En definitiva, una chica con la que sólo se podría disfrutar echando un polvo. Su rostro recibiéndome con una impecable sonrisa se cuela en mi imaginación y me da un buen susto. Enciendo un cigarrillo. Siempre se puede encontrar una mala excusa para fumar. Pero el caso es que no dejo de preguntarme ¿qué será eso que me tiene que contar?<br />A través de unos matorrales Carlos se abre paso. Es la aparición de un espléndido príncipe azul sólo que en versión cutre. Carlos es el novio de Elena y a pesar de su belleza sólo su madre, Elena y yo sabemos que tiene un precioso lunar con tres pelos duros como escarpias en su cosita. Fue uno de los tantos “tengo algo que contarte” de Elena. Desde entonces no dejé de preguntarme si aquello a mi “amiga” le dolería.<br />Carlos me pregunta que qué hago aquí y también que si no escucho a un niño cantar.<br />-¿Conoces la historia?<br />-No.<br />¿Por qué el espíritu de ese pequeñajo desgreñado y con pupas no querrá dejarse oír por mí? <br />Carlos se enreda a contarme historias sobre su trabajo como reponedor en el Carrefour y sus devaneos con el alcohol los fines de semana. No me habla de su novia. En realidad me come con los ojos mientras me aburre con sus banalidades. Y entre cartones de leche y botellas de vodka suelta un, (¿He escuchado bien? Sí), suelta un “Qué bonita estás cuando no sabes qué hacer y te miras la punta de los zapatos y balanceas los pies.” ¿De dónde habrá sacado tal estupidez? Y luego lo remata diciendo “Siempre me has gustado”. Ahora me está besando. La vaselina de sus labios sabe a fresa y nicotina. Siento ganas de vomitar.<br />-Estoy esperando a Elena.<br />-Entonces vayamos a otro sitio. Quien me gusta de verdad eres tú.<br />Caminamos. Yo no sé qué hacer. Estaría bien darle un escarmiento a esa pantera con minifalda pero cómo me como yo un lunar con tres pinchos. Un lunar con tres pinchos. Un cactus taladrando mi interior. Está bien, está bien, tragaré con el erizo infecto con tal de borrar esa sonrisa de orgasmo fingido que Elena siempre dibuja en su rostro. Pero... ¡no! Es que sé que no voy a poder soportarlo y el momento llegará. Los dedos de Carlos resbalan por mi nuca y son tan exasperantes como polen en la nariz. Le miro con dulzura. Imagino un tenedor clavándose en la carne de un melocotón y también la cara de boba de Elena al enterarse de que su novio la ha dejado por mí. Paso del terror a la satisfacción y de la satisfacción al interrogante y del interrogante otra vez al terror. Me siento como si presenciara el transcurso y el final de la función de un trapecista y luego no supiera cuando voy a volver al circo, pero vuelvo. Creo que Carlos va a intentar besarme otra vez. Me dejo. Dios mío, me estoy mareando. Suelto un suspiro. Carlos parece excitado. Sus manos estrujan mi trasero y, de pronto, me parece oír cantar al niño un “sí” acompasado. Ya se me ha pasado el mareo. Por fin me he decidido.<br />-¿Puedes esperar un momento?<br />-Claro.<br />Me alejo móvil en mano.<br />Imagina la mano blanca y lisa de Elena cogiendo su móvil. Imagina su cara cuando empiece a decirla:<br />-Tengo algo que contarte.<br /><div style="text-align: right;">Lorena Caballero<br /></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1150816223296076232006-06-12T17:09:00.000+02:002006-06-20T17:21:58.363+02:00Bailando con un mosquito- ¡Venga, ábrelo! – dijo el chico un tanto excitado, mientras ella miraba la caja como si fuera un hombre de traje gris y corbata bien apretada.<br />- ¡Ábrelo!<br />La chica agitó la caja y la acercó a su oído. Todo lo que escuchó fue el sonido de una ligera y calurosa brisa que entraba por el ventanal chocando contra ella. Estuvo a punto de refunfuñar “¡aquí no hay nada! ¡Qué bromas más tontas tienes!”. Pero entonces se acordó del cuento del padre y la niña con su regalo. Aquel donde una niña sorprende con una caja vacía a su padre, éste cree que la niña le toma el pelo hasta que ella le dice que no, que la caja está colmada de besos para él. ¿Y si a su novio se le había ocurrido una extravagancia parecida?<br />-¿Vas a abrirlo o no?<br />-Sí, es que quería darme un poco de aire. En esta buhardilla hace un calor de muerte. Sólo era eso - dijo ella después de tomarse unos segundos para reaccionar.<br />“Como todos los cáncer soy de efectos retardados”, solía disculparse a sí misma. Pero lo cierto era que cáncer o libra, si alguien cercano moría, tres meses después era cuando a ella le entraba la tristeza y tardaba veintidós segundos en sonreír tras una caricia. El novio se había molestado en contar los segundos y se lo había dicho, a lo que ella había respondido: “Como todos los cáncer soy de efectos retardados. Ya sabes”.<br />Entonces abrió el regalo. Y encontró que era la propia caja. Una caja metálica con la foto de Marilyn Monroe. Después de mirarla durante unos segundos como si se tratase de un hombre de traje gris y corbata bien apretada soltó una carcajada.<br />-¿Qué es?- preguntó el novio-. No sabía que Marilyn tuviera una faceta cómica para ti- añadió luego un poco molesto pues hubiera esperado un beso o un simple “gracias”.<br />-No es nada. Sólo algo que recordé. Un comentario. Algo que me dijo uno de esos chicos locos con los que salía antes de quedarme contigo.<br />-Bueno, cuenta.<br />-Nada. Decía que odiaba a Marilyn. Que tendrían que comercializar rollos de papel higiénico con sus fotos.<br />-Pues yo no le veo la gracia a ese chico loco. Y por lo que me has contado de ellos, no le veo la gracia a ninguno de esos chicos locos con quienes salías antes de estar conmigo. Tu siempre borracha y ellos haciéndote lo que les venía en gana. La loca eras tú y lo sigues siendo.<br />-Vale, perdona. Es algo que recordé. Sólo era eso.<br />Entonces ella empezó a seleccionar qué objetos quería guardar en aquella caja. Cogió los polvos compactos. Algo que jamás usaría pero que compró un día para quitarse un mal pensamiento de la cabeza. Siempre que se sentía asustada o celosa compraba algo al azar. Y esas mismas cosas que le quitaban el mal pensamiento durante unos minutos se lo volvían a recordar después. Cuando los miraba o los utilizaba y se decía “mira, esto lo compré cuando pensé que el pecho me dolía tanto porque tenía un cáncer de pulmón” o “ ¡ah!, las tijeras de cuando seguía segura de que Pedro aún pensaba en aquella niña peruana con cara de viciosa y culo respingón con la que compartimos piso”. El pensamiento de los polvos compactos había sido uno muy parecido a este último. Después eligió un libro de relatos de Salinger que ya había leído diez veces y se sabía casi de memoria. Ya era hora de olvidar aquellas historias frívolas y patéticas. Por último cogió un espejo de mano roto por una de las caras. No era supersticiosa pero por si acaso no quería volver a mirarse en él. Tenía lo que podríamos llamar manías, como hacer doble nudo en los cordones de sus botas (así no se caería), pero supersticiones ni una. El espejo se lo habían regalado sus tres tías por parte de padre. Una de las cuales había estado loca.<br />-¿Nunca te conté como murió mi tía loca? Ella me regaló este espejito.<br />-No. Ni siquiera sabía que hubieras tenido una tía loca, aunque ahora que lo dices, eso me aclara ciertas cosas.<br />-No seas tonto- murmuró ella -, te contaré como murió.<br /><br />Pero Pedro no quiso saberlo. La tía Antonia, que así se llamaba, fue una niña aplicada y esbelta. Siempre olía a leche y magdalenas y tenía miles de vestidos cada cual más divino. Pero acabó siendo una cuarentona metida en carnes que nunca se cambiaba de ropa. Acabó postrada en una silla de la cual nunca se levantaba. Cuando le entraba el sueño cerraba los ojos y al rato resoplaba y a la mañana siguiente amanecía de nuevo en la silla. Sus dedos parecían guantes blancos apolillados y hablaba con señoras que iban a la compra y señores que salían a tomar un vinillo. Acabó siendo un adefesio marginado que inventaba personajes para pasar el rato. Sus piernas, tan pizpiretas en otro tiempo, se transformaron en orugas hinchadas de laboratorio y ya no se sabía de qué color era su pelo de lo sucio que lo tenía. La tía Antonia sencillamente fue y luego se murió. Sin embargo, antes de que ello sucediera su ex-marido fue a visitarla un día. Quería darle una sorpresa. Así que cargó con el tocadiscos y puso la canción favorita de ambos. Aquella con la cual se conocieron, bailaron, se enamoraron y durmieron tantas veces al pequeño que tuvieron más tarde. Se trataba de “Michelle”, la canción de los Beatles. Y al ponerla en la cocina la tía Antonia se levantó de su silla. Todo lo ancha que era. Y las carnes le cayeron como lágrimas de un condenado y comenzó a mover brazos y piernas de una manera mecánica como si se tratase de un robot y se echó su pelo sucio hacia atrás y sonrió con los pocos dientes que aún le quedaban. Estaba realmente seductora la tía Antonia, sí. Pero ahí estaba. Había pasado a la acción. De ser una aburrida espectadora de los caseros acontecimientos que ocurrían en la cocina había pasado a ser de nuevo una actriz bailando su propia banda sonora. Su ex-marido daba palmas y sus dos hermanas la animaban a seguir bailando. Entonces un mosquito entró por la ventana y comenzó a revolotear alrededor de la tía loca.<br />- Mira, parece que esté bailando con el mosquito- dijo el ex-marido y todos se rieron.<br />Y como Antonia no hacía ningún aspaviento para espantarlo, tal vez ni lo veía, el ex-marido añadió:<br />- Mira, parece que le gusta bailar con el mosquito- y todos volvieron a reír.<br />Incluso la tía Antonia sonreía, pero es que ella siempre tenía la mirada perdida y una sonrisa nostálgica en la boca. Entonces, de pronto, Antonia se desplomó sobre el suelo y se murió.<br /><br />-Murió bailando con un mosquito- terminó de contar la chica pero Pedro no parecía escuchar.<br />Sin embargo la miraba y vio como ella comenzó a darse leves toques en el pecho, nerviosamente. Como si fuera una niña bien y remilgada a la que se le ha atragantado una raspa. Después le sonrió y él supo enseguida de qué se trataba. Hicieron el amor acompañados por un silencio sólo interrumpido por algún ágil gemido de él o algún gritillo ahogado también de él. Mientras allá arriba la luna cortaba las nubes con sus destellos de acero. Mientras allá abajo las carreteras se iban vaciando de coches y por las aceras caminaban los últimos transeúntes. Cuando terminaron él se vistió de prisa y dijo:<br />-Bueno, niña, me voy al trabajo.<br />Ella aprovechó un giro de él para guardar sus bragas en la caja. Él no miraría dentro. Él respetaba su intimidad. Prenda doble de recuerdos de los que debía despojarse. Prenda comprada al azar y testigo de un polvo sin orgasmo. La caja cubo-de-basura era el mejor recipiente para ella. Luego comenzó a vestirse despacio.<br />-No ha estado mal- le dijo él antes de irse y le guiñó un ojo.<br />-No exactamente- dijo ella, pero él ya se había marchado.<br />Ella esperó a que él se adentrara en las calles ya tan sólo habitadas por los bebedores crónicos y vagabundos, por las putas deseosas de avivar un deseo, por los insomnes aburridos de no poder dormir y entonces sacó el cartelito. El cartelito decía La puerta de la buhardilla cinco está abierta. A quien quiera subir. Bajó las escaleras desde el cuarto piso. Descalza y sin ropa interior. “A quien quiera subir”, se decía. “Alguien subirá”, se consolaba después. Y es que ella estaba así, desconsolada y un poquito desesperada también. Hacía muchos días ya que echaba de menos a Pedro. Pedro se había esfumado con su trabajo y sus pasatiempos. Apenas se percataba de su presencia. Siempre andaba ocupado y la escuchaba cada vez menos. Ya sólo hacían el amor. Y ella siempre se quedaba frustrada. Pasaba las tardes sola. Aburrida en la diminuta buhardilla. Ya se había leído todos los libros que tenían más de una vez y había escuchado todos los discos más de cinco veces. No se le ocurría de qué otra manera matar el tiempo. Se sentía sola. Estaba sola. Por eso el a quien quiera subir . Colocó el cartelito en la puerta del portal y volvió a subir las escaleras. Después se acostó en la cama y esperó. Como llevaba haciendo diez largos días. Era entonces cuando recordaba los momentos que fueron grandes para ella. Aquellos momentos que se habrían escondido en la cajita de música que compraron juntos en un rastrillo, la cual se rompió y aún ninguno se había molestado en arreglar y así permanecía la cajita, rota, sobre un estante. Los momentos grandes, de vidas grandes, de vidas de amores correspondidos y por ello mismo tumultuosos. Tal vez vidas de grandes artistas y de otros que no llegaron a poder ser. Eran los momentos en soledad en cualquier café. Escribiendo cuentos de esos que nunca llegan a ninguna parte pero que mecen el espíritu y arrebatan los impulsos desesperados. Mirando como fuma algún hombre de edad y como parece melancólico. Pensando en cómo convertirle en protagonista de otra historia, que se perdería en alguna carpeta donde para siempre quedaría atrapado su humo y su melancolía.<br />La costumbre de entrar en cafés la había heredado de su tía Antonia. Los bares de barrio siempre recogen a alguna loca. Allí se sienten integradas. Y es que tal vez ella también se sabía loca. Ya no visitaba cafés porque la economía que compartía con su pareja era de esas de desayunos en casa. En realidad ya no hacía nada de lo que antes había hecho. Sola y con él. Ya sólo recordaba y esperaba la visita de alguien. Eran grandes las madrugadas en las que salían a alguna gasolinera a por dulces. Se emborrachaban de azúcar y hacían el amor en jardines. Era grato sentir la humedad del césped y el olor de las anémonas. Era grato escuchar a los grillos y mezclar el sabor a donuts con el de la saliva del otro. Todo quedaba en pretérito. Como su tía, ella también fue, sólo que aún no había muerto. Tal vez allí tirada lo parecía. Tal vez tan sólo, y es mucho, se trataba de que había enterrado su espíritu. Ella sabía que por alguna razón que ignoraba, en algún instante, él miró la foto, la que se hicieron juntos en un fotomatón y él siempre llevaba en la cartera, la miró a ella y por primera vez la odió.<br />A partir de ahí cambiaron las cosas. Se partió el amor tumultuoso y empezó a ser mediocre. Adios momentos grandes. “Adios”, pensaba ella, “gracias por haberme mantenido subida a unos enormes zancos de circo desde los cuales vi padecer y sonreír al resto de los mortales. Ahora toco el suelo y, Dios, qué duro es”. Entonces, justo cuando imaginaba como él miraba la foto y la odiaba, la tenue brisa pareció enfurecerse. Entraron ráfagas de viento tan fuertes por el ventanal que abrieron la portezuela. Un mosquito despistado entró y se puso a hacer cabriolas delante de ella. Supo entonces que se trataba del mosquito y no dudó en bailar con él. Había llegado el momento. Había sido y ahora le tocaba morir. Bailó con él mientras pensaba en qué canción la había marcado ¿Con qué melodía poner fin a la película? No existía ninguna canción. Así que bailó una canción sorda. Bailó descalza y sin ropa interior. Bailó y bailó con el mosquito hasta que le dolieron los huesos. Confiaba en desplomarse. Por fin todo acabaría.<br /><div style="text-align: right;">Lorena Caballero<br /></div>Unknownnoreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1150816724910158882006-06-05T17:17:00.000+02:002006-06-20T17:18:44.916+02:00Los inquilinosElla: blanquísima la piel, marrón el pelo. Un vaso de leche y una cucharada de café. Pequeña y nerviosa como una ardilla. Con bucles de mazapán y manos de esposa mimada. La habitación amaneciendo junto a ella. Junto a sus pocas expectativas, junto a su camisón de seda y junto al hombre que se lo ha regalado. La cama fue el lugar más original y perfecto para celebrar un amor que promete ser duradero. Como todos los que ella ha tenido sólo que esta vez es verdad. Él se lo ha dicho, él le ha regalado un camisón de seda ¿por qué no volver a confiar? Está segura. Esta vez es verdad. Sus dedos rozan un vaso de agua lleno de polvo junto al frasco de tranxilium y un cenicero con una sola colilla. Ella traga la primera pastilla del día y enciende el primer pitillo y un “no se puede ser más imbécil” es su primer pensamiento. Él es adorable. Tiene la mirada límpida como el estanque de un espacio protegido. Es adorable su olor a bebé, adorables sus tibias caricias, adorable la cadencia de su voz, adorables sus ronquidos y adorables sus pies. Él es un sueño y la ama. Ella, a pesar de todo, se siente sucia. Le ama pero no se puede ser más imbécil. Su madre también fue blanca y suave sólo que además fue lista. Aunque pudo decir mucho y bien prefirió callar y se las ingenió para encontrar a un hombre comprensivo y trabajador. Que supiera disculparla cuando se le escapaba alguna barbaridad. Que supiera reservarle un espacio para ella misma y que supiera darle dinero. Su madre sí que fue toda una mujer. Como todos los buenos murió joven y ¿qué fue del hombre trabajador y comprensivo? El hombre trabajador y comprensivo enfureció y un buen día se cansó de disculpar las barbaridades de su hija y la echó de casa. Aquel buen día ella encontró un adorable hombre a quien amar y un camisón de seda. La habitación es alegre y espléndida como una tarta de fresa. Hay estanterías llenas de libros ordenados alfabéticamente y un sofá con cojines bordados. La pared es de color rosa palo y tras la ventana hay geranios y cintas. También les acompaña un canario en su jaula, sobre una modesta mesita de madera. A ella se le hizo extraño hacer el amor con aquel pío, pío. Parecía amanecer cuando la noche ya les había cubierto. Pero también fue extraño que un desconocido la recogiera de la calle, la cediera su casa y la asegurara amor eterno. Él es un sueño, su habitación una tarta de fresa y ella una auténtica imbécil. El día promete ser un tesoro de risas y besos pero ¿y al día siguiente? Ella saca de su bolso un perfume que robó a su madre cuando era niña, un frasquito de cristal que había permanecido sin estrenar durante muchos años. Escondido en bolsos de ganchillo y más tarde de cuero. Se echa unas gotitas en su cuerpo desnudo como el agua y él se despierta y se acerca a ella y la besa en el cuello y aunque muy bien podía decirle lo contrario él elige un “hueles como un ángel”. Entre los labios de él queda un mechón de pelo de ella y vuelven a enredar sus cuerpos con el pío, pío sólo que esta vez sí amanece.<br />La habitación vuelve a amanecer junto a ella. Junto a su camisón de seda, junto a su incipiente confianza. Y la sorprende su propia sonrisa y esta vez decide no tomar pastillas ni encender un cigarro. Ahora se ríe de todos aquellos hombres que la utilizaron. Aquellos que se enjuagaron la boca con su inocencia para después escupirla sobre el asfalto. Aquel de la carne blanda y lisa que le preparaba huevos fritos para desayunar. Ella ya sabía lo que venía luego. Con el estómago lleno todo se hace mejor. Y era como darse un baño de plastilina. Hubo otros que prefirieron desayunársela en ayunas. Niños delicados, de miradas lánguidas, niños drogadictos. Qué risa le provocaban ahora. Ahora que había encontrado el amor verdadero. El hombre con el que iba a compartir su vida. Dando palmaditas ciegas por la cama le busca pero no le encuentra y no tiene más remedio que voltearse para encaminar sus manos sin dar pasos en falso. Pero... él no está. ¿Dónde está? ¿Tal vez dándose una ducha? ¿Preparando café? ¿Mirando por el balcón? No, sin duda él ha salido. Ella se lleva las manos a la cara y se deja caer en el sofá del salón. Un “no se puede ser más imbécil” es el eco de su propia burla. Acaricia los pliegues de su camisón como si fueran pétalos de amapola. “Volverá”, “volverá”.<br />Ella ha mordisqueado una tostada y la ha tirado a la basura. Ha regado las cintas y los geranios. Ha limpiado la jaula del pajarillo y le ha puesto alpiste. Ha ojeado los libros. Ha intentado dormir. Ella ha alisado sus rizos de mazapán cien veces, se ha fumado quince cigarrillos y ha tomado tres pastillas. “Volverá”, “volverá”. Ahoga unas lágrimas, ahoga su “no se puede ser más imbécil” cantando a intervalos una canción de moda. No se le ocurre nada más que hacer mientras él regresa. Canta otra vez. Entonces siente el rasgar de una llave en la cerradura. Corre hacía la puerta. “¡Lo sabía!, ¡Él vuelve!” “¡Claro!, ¡Me ama!” Casi se da de bruces con una pareja que la mira con ojos de cartón y la sonríen molestos. Ella no puede contener su rabia “¿Qué hacen estos desconocidos en mi casa?, ¿Por qué él no me ha avisado?”<br />-Pero... ¿quienes son ustedes?<br />La mujer frunce los labios, alza las cejas y vuelve a sonreír sólo que esta vez con amabilidad. Después dice alegre:<br />-Nosotros somos los nuevos inquilinos ¿y usted?<br /><div style="text-align: right;">Lorena Caballero<br /></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1150815918605390052006-05-29T17:04:00.000+02:002006-06-20T17:17:43.563+02:00Suspiros de chocolateHoy es mi cumpleaños. Medio siglo, me dice Berta sentada al otro lado de la mesa camilla. ME-DI-O-SI-GLO, diez años más de los que aparento y, desde luego, muchos más de los que tengo. Berta deja a un lado su labor y me mira. Medio siglo. Y aquí estamos, Berta y yo, a un lado y otro de la mesa camilla, contemplando una tarta igual a la que provocó que nos conociéramos. Medio siglo. Tendré que empezar a creérmelo… las cincuenta velas encendidas en la tarta me lo dicen a gritos. Lo mismo que la sonrisa burlona de Berta, una sonrisa que arranca chispas a sus ojos color chocolate. Ojos tan brillantes como el día que los miré por primera vez. Pero aquella vez no era de felicidad. Berta lloraba y yo, en un gesto tan espontáneo como insólito en una desconocida, acerqué mi mano a su cara y le sequé las lágrimas. Ahí empezó todo y porque todo empezó estamos ahora aquí, frente a esta tarta que en realidad no es una tarta. Por eso ahora voy a apagar las velas, voy a servirme una buena porción y voy a comérmela lentamente y luego voy a acercarme a Berta y también voy a comérmela, metódica y meticulosamente, rebañando, como debe ser. Es mi ración diaria: Berta y medio kilo de chocolate. Berta a la taza, en tableta, en mousse, en flanes, pastel de Berta, bizcocho de chocolate, magdalenas, bombones, pastas, lenguas de gato, tejas, trufas. Sin olvidar, por supuesto, el licor de Berta y el café con chocolate.<br />Así es mi adicción, insaciable e indiscriminada, pero cuando se supera a sí misma y ya no hay marcha atrás, es cuando se trata de la versión llamada "Suspiros de chocolate". Este es el nombre de la mencionada tarta que elaboraban, hasta hace un año, en la pastelería "La Marina" de la calle Alberto Aguilera 34, en Madrid. Como el burro con la zanahoria delante, así caminaba yo por el barrio de Argüelles, babeando en busca de mi dosis de paraíso. A menos de tres manzanas de la pastelería ya empezaba a salivar y no tenía más remedio que acelerar el paso para toparme, cuanto antes, con el sublime olor del postre más sublime del planeta: una capa de esponjoso bizcocho de intenso chocolate negro; otra capa de mousse de trufa; otra de ligerísima crema de chocolate blanco y, por último, como una manta que arropa todo amorosamente, una lámina crujiente de chocolate negro, profundamente amargo, espolvoreado de nubes de azúcar. Su sabor rotundo, invariable, no tenía sustituto, siempre me daba lo que su mismo nombre prometía: suspiros de placer auténtico, invencible. Porque la tarta, como tal, en su propia esencia de ser tarta, es algo simple, algo dulce y rico, algo que no tiene frustraciones, no discute, no pide nada a cambio, no tiene un mal día, no le duele la cabeza, ni padece de impotencia. Por entonces yo sostenía una peculiar tesis, en parte para explicarme esta adicción tan incondicional y tan exagerada y, en parte, para justificar mi soledad. Pensaba que el placer que proporciona un bocado exquisito es comparable, y muchas veces superior, al que proporciona el sexo. Por eso yo había renunciado al sexo, quiero decir -claro está-, al sexo compartido y me había volcado en este tipo de placer más fiable, más seguro, al que puedes permanecer fiel, con facilidad, toda la vida.<br />Pensando así, era lógico que me temblaran las piernas al ver pegado en el cristal del escaparate de la pastelería el despiadado cartel de "Se vende". El cierre metálico no estaba echado y, sin pensarlo, empujé la puerta. El local presentaba un aspecto desolador, estaba oscuro y casi vacío; sus deliciosos aromas aún impregnaban levemente las paredes, pero parecían a punto de escaparse definitivamente.<br />Al oír la puerta, la dueña, tan solícita y amable como siempre, pero con un velo de tristeza en los ojos, salió del obrador. Su marido –me dijo- había muerto hacía un mes y ella, cansada y deprimida, sin hijos que lo heredaran, ponía a la venta el negocio que había sido toda su vida. Tu vida acaba de comenzar ahora, pensé yo, sin saber muy bien porqué. Hasta ese momento apenas habíamos cruzado más de cuatro frases seguidas y, tan convencionales e insulsas, como suelen serlo las propias relaciones cliente-vendedor. Lo ignoraba todo de ella pues mi interés siempre se había centrado en lo único, es decir, en mis "Suspiros". Sabía -eso sí- que era ella misma la pastelera, la creadora de esas exquisiteces y, como tal, merecía a mis ojos la mayor de las admiraciones. Aparentaba una edad similar a la mía y su mirada color chocolate era tan dulce como -más tarde pude comprobar- lo era su carácter.<br />Mientras me explicaba a grandes rasgos su actual situación, dos lágrimas se escaparon de las trufas de sus ojos. A medias enternecida por su dolor y a medias rabiosa por la pérdida de mis deseados "Suspiros", tuve el impulso de secarle las lágrimas e invitarla a tomar algo en el bar de al lado. Algunos podrían haber sospechado que lo que pretendía era hacerme con la receta de la tarta pero, a esas alturas, eran ya otras mis intenciones. Cualquiera que hubiera tenido la oportunidad de aspirar el aroma a bollo recién hecho que se escapaba de su escote se hubiera marcado el mismo objetivo.<br />Ese día, ya lo he dicho, empezó todo. Ella enseguida me invitó a probar sus “Suspiros” y, así, poco a poco -como debe ser- nos fuimos haciendo íntimas. Teníamos muchas cosas en común. Las dos estábamos solas, éramos libres e independientes y, desde luego, todavía jóvenes. Se vino a vivir a mi barrio y juntas amueblamos su nueva cocina con todo lo necesario para poder seguir –como decimos nosotras- "pasteleando". Juntas hemos inventado una nueva variedad de bizcocho que nos sale especialmente bien y, juntas también, seguimos con los suspiros, suspiros en el desayuno, suspiros en la siesta, suspiros después de cenar, suspiros, como los de hoy, para merendar. Los ojos burlones de Berta siguen mirándome ¿Suspiramos?, parecen preguntarme. La verdad es que dudo si verdaderamente lo he oído o lo he leído en su mirada. Y mientras dudo, se me escapa una lágrima que ella me seca con un dedo que luego se lleva a la boca para lamerlo. Las velas han empezado a humear, la cera se derrite y corre peligro nuestra tarta. ¡Cómeme! parece gritarme Berta. ¡Cómeme! parece gritarme la tarta. Vayamos por partes. Ya tengo medio siglo y aún hay tiempo para todo. Hoy es mi cumpleaños.<br /><div style="text-align: right;">María Aguirre<br /></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1150816038904299162006-05-22T17:06:00.000+02:002006-06-20T17:17:13.010+02:00AplausosCuando íbamos de excursión y pasábamos por un túnel, las monjas nos hacían aplaudir y la mayoría de las niñas no entendíamos el motivo. Porque, desde luego, sabíamos muy pocas cosas en general, pero sobre sexo lo ignorábamos todo y nuestras únicas referencias eran tan tópicas e ingenuas como nosotras mismas.<br /><br />La culpa o el mérito, según se mire, la tuvieron los pantalones nuevos que me habían regalado al cumplir catorce años. También, Santi, mi perro, tuvo algo que ver.<br />Era verano y estábamos en la casa que alquilábamos todos los años en un pueblo perdido de Castilla.<br />Aquella tarde Santi no aparecía y, aunque eso ya había ocurrido otras veces, empecé a preocuparme. A él le gustaba espantar a las cigüeñas que bajaban a beber al embalse y perseguir a las ovejas del pasto cerca de casa. Y a mi me gustaba que lo hiciera, que corriera a su aire, sin cadena ni collar, como un perro cualquiera del campo. Pasaba unas horas fuera de casa y regresaba cuando quería.<br />Pero aquél día no; había desaparecido por la mañana muy temprano y ya era media tarde. Por eso no quise esperar a que se hiciera de noche, me quité el bikini mojado y me puse mis pantalones cortos nuevos; salí de casa y le llamé a gritos mientras buscaba por los alrededores. Nada. Pasó un chico a toda velocidad en una moto y en un segundo desapareció de mi vista.<br />Me adentré por las calles del pueblo y pregunté a los viejos sentados en el poyete del bar. Nada. En la plaza no había nadie. En el frontón tampoco. Era lo normal, la gente esperaba al anochecer para salir. Aún apretaba el calor y el sol hacía daño en los ojos. El empedrado de las calles se había ido recalentado y ardía. Sólo el de la Montesa parecía existir por todos los demás: arriba y abajo, lejos y cerca, como si quisiera batir algún récord de velocidad en circuito cerrado de pueblo castellano, 43 grados a la sombra y pavimento de adoquines deslizantes.<br />Un paisano en tractor, que venía de la era bien cargado, alfombraba la calle con una lluvia de pajitas. Tampoco él había visto al perro. Caminé por las calles en cuesta hacia el castillo y ni rastro. Y allí, al volver una esquina, la moto otra vez pero ahora parada, como esperándome.<br />-Creo que le he visto más arriba, venga sube.<br />Sin pensarlo -nunca pienso las cosas que me apetece hacer- intenté trepar al asiento pero dejé colgada una pierna y tuve que apoyarme en sus hombros. Como me quedé medio caída hacia la izquierda, su mano enorme me agarró del muslo, se deslizó hasta mi culo y me colocó bruscamente en el asiento. Entonces metió primera, dimos un salto y comenzamos a trepar la cuesta. Creo que el vértigo y el miedo justificaron que me aferrara a su cintura. A él eso pareció estimularle porque metió segunda, aceleró a fondo y en un momento estábamos arriba.<br />Giramos en la siguiente calle e iniciamos el descenso como en una montaña rusa, a tumba abierta y en punto muerto. Mis brazos en torno a su cintura se habían ido cerrando y mi barbilla se apoyaba en su hombro. Con sorpresa comprobé que el fuerte olor a sudor que salía de su camiseta me resultaba… no sé, no me desagradaba. Recuerdo perfectamente que la camiseta era de Barricada y que no tenía mangas porque alguien se las había cortado a tijeretazos.<br />Los adoquines irregulares y con baches nos provocaban continuos saltos que nos encajaban el uno en el otro como las últimas dos piezas de un rompecabezas. Sus pantalones elásticos eran como una segunda piel para él y una tercera para mí. Los míos, en cambio, muy cortos y estrechos, se habían ido arrugando hasta encogerse entre mis piernas.<br />Y así estuvimos un rato, bajando y subiendo cuestas a buen ritmo, yo sin ver nada y él siempre mirando al frente como con una idea fija.<br />Hasta que, de pronto, se paró frente a un pajar con las puertas abiertas.<br />-Creo que le he visto el rabo, se ha metido ahí, dijo.<br />Sin bajarnos de la moto cruzamos lentamente el umbral del pajar hasta la línea de sombra en el suelo. Olía bien, a sol y a campo, pero ni rastro de Santi. Había montones de sacos y una manta de cuadros colgaba de un gancho en la pared. Lo último que quería en ese momento era encontrar a mi perro, así que le llamé en voz baja, para disimular.<br />Afortunadamente no apareció, dimos marcha atrás y continuamos botando por las calles en cuesta como si ésa fuera nuestra única misión en la vida. El roce de sus pantalones era suave y, a esas alturas, los míos casi habían desaparecido. Se derretían sumergidos en una humedad nueva que me mantenía en suspenso, como esperando algo que no sabía qué era. Cada bache se convertía en un latido caliente que se multiplicaba con el bache sucesivo. Esperaba y esperaba en una tensión dulce, paciente, como el que se tumba en un pajar, tiende una manta de cuadros sobre un montón de heno fresco, se estira bien y se imagina cosas mientras se siente hundir lentamente porque sabe que el sueño llegará y que alrededor, la humedad caliente, el olor a sol seguirán ahí, la moto fuera, castigada y él, tumbado a mi lado, me sube la camiseta hasta el cuello -qué suave eres- y luego, con una sola mano, fácilmente, me quita los pantalones y, sin prisas<br /><br />así fue cómo me ocurrió, encima de una moto. Entonces no sabía lo que era, pero tampoco me lo pregunté. Simplemente me quedé allí, suspendida en algún lugar sin tiempo, entre un bache y otro.<br />Estoy segura de que él ni se enteró. Yo misma apenas recuerdo nada más. Creo que mi perro terminó apareciendo por una esquina con la lengua fuera y sucio de paja. Entonces paramos, nos bajamos de la moto y él me ofreció tabaco. No faltó ni el cigarrito de después. Tuve ganas de aplaudir, pero no lo hice, no estaba en ningún túnel y tampoco me miraba ninguna monja.<br /><div style="text-align: right;">María Aguirre<br /></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1150815794518745092006-05-22T17:01:00.000+02:002006-06-20T17:03:14.536+02:00VuelcoLa primera vez que Fermín sintió "aquello" no supo darle un nombre. Luego se enteró de que existía algo a lo que llamaban "vuelco en el estómago" y entonces lo nombró. A partir de ese momento, esperó a sentirlo siempre que la veía. Así fue.<br />La primera vez fue al entrar en la iglesia. Era domingo y Fermín se dirigía a misa con paso ligero pues llegaba rozando las 12. Al doblar la esquina con intención de agarrar el portalón de la entrada se topó con ella y sintió esa cosa en el estómago. Había desayunado bien y no creía sentirse mareado. ¿Qué era aquello?<br />Le cedió el paso con cierta torpeza en el momento previo al choque. Ella susurró un “perdona” y entró en la iglesia. Él hizo lo mismo. Su intención era dirigirse hacia el banco donde se sentaba siempre pero vio que estaba ocupado. Las palabras del cura ya salían por el micrófono con el nivel de saturación habitual. Se encontró en la mitad del pasillo frente al altar. Miró hacia un lado y otro y tropezó con muchos pares de ojos observándole. Advirtió una pausa en el discurso del párroco que él interpretó como una reprimenda por lo inadecuado de su comportamiento. Se arrodilló frente al altar, realizó una rápida genuflexión y murmuró “en el nombre del padre… amén”. Luego se dirigió hacia una banca corrida donde había gente y se hizo un hueco. Colocó las manos una encima de otra a la altura del vientre y respiró con profundidad. Todavía estaba descifrando la sensación aquella del estómago cuando el cura ordenó: "podéis sentaros".<br />La misa acababa de empezar pero Fermín no la pudo seguir. Cuando llegaba el momento de contestar las oraciones movía los labios con la seguridad de no levantar sospechas. La sensación del estómago se diluía como una mancha de aceite en el agua y se extendía al resto del cuerpo. Ahora la notaba en las pantorrillas. Era como una flojera que amenazaba con desmayo. No obstante, mantuvo la cabeza bien firme mirando al frente. Si alguien esperaba cazarle escudriñando en la zona donde se sentaban las mujeres lo tenía claro. No se movió ni un milímetro de su posición, aunque en su interior calculó la distancia que le separaba de ella. Pensó que quizá un rápido movimiento de cabeza haciendo como que tosía le hubiera servido para verla. Pero no se lo permitió. Prefirió esperar. Eso es lo que haría Fermín a partir de ese momento el resto de su vida: esperar. Era una manera de vivir.<br />Cuando Don Jesús dijo "podéis ir en paz" y todo el pueblo respondió con alivio "demos gracias al Señor", Fermín retuvo el aliento y supo que el vuelco recién estrenado llegaría de nuevo quizá con más intensidad. Ella avanzaba por el pasillo con naturalidad y al pasar junto a él sus ojos se cruzaron. Fermín sintió que esta vez le subía hasta la garganta. Lo dejó paralizado, con un nivel mínimo de respiración y los ojos brillantes.<br />Alguien junto a él esperaba a salir de la banca pero como Fermín no se movía pasó por delante con brusquedad. Fermín estaba de pie mirando al altar, sin intención de irse; parecía indicar que, ese día, él era una de esas personas que se quedan después de misa un rato a solas a rezar o a no se sabe qué. Los feligreses que abandonaban la iglesia trataban de adivinar el monólogo interior de Fermín. Sus pesares pasaban por la reciente muerte de su madre, su soltería pronunciada, sus coqueteos con la curia durante el bachillerato, su aire retraído, su timidez enfermiza… Ninguno hubiera acertado. La verdad era que estaba saboreando aquella nueva sensación. Por ser tan desconocida e intensa se convirtió en un dogma y le ayudó a resistir la vida, al igual que la religión. A partir de ese día se convirtió en un hombre feliz. Sólo tenía que salir de casa y esperar a que el azar les juntase en una calle, al doblar una esquina o pasando por la plaza. Con el tiempo y las sucesivas miradas que él interpretaba como signos certeros no dudó en pensar que algún día estarían juntos. Le salvaba la fe y estaba tranquilo. Confiaba. Ella también le miraba. Exactamente como él. Aunque nunca se decidieran a hablar, se sentían unidos. Mucho más que algunos de los casados del pueblo en el último año.<br />Por la Ascensión, Fermín acudió a misa como todos los domingos y se encontró con una boda. Pensó que él también debería empezar a imaginarse en aquella situación. Pero al entrar en la iglesia tuvo la visión más desconcertante de su vida. Ella era la novia y se casaba con uno del pueblo de al lado, uno que la había pretendido en los últimos tiempos, según oyó decir a alguien. Fermín sintió un malestar muy grande, algo que tenía un regusto amargo localizado en el mismo lugar en el que había sentido el vuelco. Lo que ahora sentía era un pozo de agua estancada. No pudo comer durante la siguiente semana. Por las fiestas del año siguiente ella dio a luz un bebé al que puso de nombre Fermín, según dijo en la panadería una mañana que coincidieron, porque a su marido le gustaban mucho los toros.<br /><div style="text-align: right;">Calixta Ugarte<br /></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1150815686988832772006-05-08T17:01:00.000+02:002006-06-20T17:01:26.996+02:00Negros nubarronesSalí a la calle sin más intención que la de ponerle una válvula de escape a mi cabeza. Las palabras se atropellaban unas a otras y las frases resultantes convirtieron, en apenas media hora, mi pensamiento en un desguace.<br /><br />- ¿Me pone una válvula para la cabeza, por favor?<br />- ¿De qué talla?<br />- No sé, supongo que grande. ¿Tiene XL?<br />- Ahora va en números. Acérquese. Vamos a ver... la 50. ¿La quiere de grosor ancho o fino?<br />- Póngame una gruesa, por favor. ¿La tiene extragruesa?<br />- No me quedan. Es mala época, la crisis, el tiempo, la Navidad..., ya sabe. Pero las recibiré dentro de dos días.<br />- No sé si aguantaré... Deme la gruesa y una fina. ¿Se pueden poner las dos a la vez? Es que hace bastante tiempo que no uso y quizás con el avance tecnológico...<br />- Yo no se lo aconsejo, pero existen unas rectales que dicen que hace la función. ¿Se siente muy mal?<br />- No, no. Tampoco es nada excesivo. Entonces, ¿el jueves llegan?<br />- Sí, a primera hora. Venga a mediodía por si se retrasan. A las doce están seguro.<br />- ¿Cuánto le debo?<br />- Esto son... seis euros con cuarenta y cinco.<br />- Ahí tiene. Muchas gracias.<br />- A usted. Hasta luego.<br /><br />Volví a casa con la sensación de haber hecho una buena compra. El hombre me había dado confianza. Es normal tener que recurrir a estos inventos de vez en cuando. Subí corriendo los cuatro pisos y me puse en acción. Apreté las tuercas al aparato, y lo puse en marcha. Me sentía sorbete de fresa, era una sensación netamente satisfactoria. De repente vi con claridad que debía ver a mi vecino y pedirle sal o azúcar o cualquier cosa que sirviera de excusa para saludarlo. Pero no estaba. En vez de pensar en nada apreté de nuevo el botón, me volví, y al rato llamaron a mi puerta.<br /><br />- Hola, soy el vecino. ¿Tocó antes mi puerta? Es que estaba matando a mi mujer.<br />- Vaya, lo siento, ¿no le habré interrumpido?<br />- No, no se moleste. Ya casi había terminado. ¡Maruja! ¿Lo ve? No contesta.<br />- No sea macabro, por Dios.<br />- Si era broma, mi mujer me dejó hace diez años. Se fue con mi hermano, la muy cabrona. No he vuelto a saber de ella, ni quiero.<br />- Esto, ¿tiene azúcar?<br />- Bueno, sólo me queda con arsénico. Pero si no se va a echar mucha, no creo que le mate. ¿Quiere algo más?<br />- ¿Sal no tendrá?<br />- Sí, claro. ¿Algo más?<br />- Me voy a llevar unos bollos de esos de sesenta céntimos. ¿Están buenos, no?<br />- Sí, no están mal. Llévese también estos otros, se los regalo yo, a ver que le parecen. ¿Alguna otra cosa?<br />- No. ¿Cuánto es?<br />- A ver, con el descuento por ser mi vecino... Ocho más ocho más dos... Doscientos euros.<br />- Ah, ¡qué buen precio!<br />- Es que estamos de ofertas.<br />- Bueno, hasta luego.<br />- Adiós, adiós.<br /><br />Entré en mi casa, dejé todo en la cocina y puse una película de vídeo. Era tan divertida que decidí apagar la tele y dejara para cuando volviese Lucinda a casa. Me asomé a la ventana y a través de los pinos, mucho más allá de los edificios más lejanos, el día, o la parte del día que el día tiene, comenzaba a decir adiós. Desde mi soledad, consciente de que ella no volvería, contemplaba cómo los negros nubarrones se cernían sobre el horizonte.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1150815495696401242006-05-08T16:57:00.000+02:002006-06-20T16:58:15.703+02:00¡Que no, que no!"¡Que no, que no!. ¡Que ya te he dicho que no!". Me lo digo y no me hago caso, como ya es costumbre, y enciendo la tele, quedándome de pie un segundo hasta que aparece la primera imagen e identifico el programa. No me gusta, y lo cambio "aunque deberías apagar la tele", y recuerdo que me había propuesto no ponerla, como todas las mañanas que era capaz de recordar. Dibujos animados, juguetes cibernéticos, animales africanos, gente hablando en inglés, vuelta al canal del principio, y a "vestirte que se te van los minutos y nada de lo que sale en realidad te apetece ver". Me visto con la rapidez del que busca algo valioso que acaba de perder, y me doy cuenta de que debería haber dejado la leche calentándose mientras me metía en el traje. "¡Que no, que no! ¡Que te he dicho que no!". Y enciendo la radio al tiempo que saco la leche de la nevera, cojo el cazo, vierto, pongo el fuego, el cazo sobre él y dejo que venga a mi mente la imagen de un dios hindú de incontables brazos. Llevo la radio que escucho al baño conmigo y me anudo la corbata, sorprendiéndome de que ese espejo dé una imagen de mí mucho mejor que la del espejo de casa de mi hermana, de mis padres, del de casa de Sara... "Este espejo me quiere". Intento escuchar aquello de lo que informan a una velocidad endiablada y me parece el noticiero del día anterior. "¡Que no, que no!. ¡Que te he dicho una y mil veces que no!". Me amonesto por haber puesto una radio que acabo no escuchando nunca. La apago y al oír el hervor de la leche, salgo corriendo, salvándola de la quema de milagro. Echo todo el aire que había guardado durante la noche en mi cuerpo y respiro. "Gilipollas, siempre te pasa lo mismo", me digo por expiar culpas. Cojo entonces la taza de la suerte y la lleno hasta la mitad, porque si no echo también leche fría "va a quemar los morritos", como decía mi padre, y perderé diez minutos que no tengo, en beber el vaso de leche. Taza en mano, enciendo el televisor sin reprocharme esta vez nada y me siento en el sofá con la tranquilidad de tener el reloj de pared a la vista y el autocontrol apunto para apagar la tele en el momento que proceda. "Vas en hora, vas en hora", me digo. Sin embargo, pese a las marcas, el tiempo se detiene en ese instante en que doy el primer sorbo y desaparece. Basta con no cambiar de canal para que así suceda y la fábrica de mentiras me dé uno de los momentos más reales del día.<br />Llega la hora, botón rojo del mando y la taza a la cocina. "Que no, que no, que te he dicho que no", sonrío. Ato fuertemente los cordones de mis zapatos y cruzo el umbral de la puerta de la segunda habitación, donde sólo tendré jefe por escrito y abrazos de palabra, donde el ordenador será mi ventana al mundo y el ratón mi mascota favorita, donde trabajaré un día más, de lunes a viernes, mañana y tarde, viernes sólo hasta las tres, con el permiso del televisor y de la radio. "¡Que no, que no! ¡Que ya te he dicho, que no!".<br /><div style="text-align: right;"> Pedro García Mochales<br /></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1150815422910264452006-04-24T16:55:00.000+02:002006-06-20T16:57:02.913+02:00¿Dónde está la belleza?No lo sé. Quizás esté en un escrito que la sugiera sin pasar por ella. Puede que esté en un amanecer, en un jardín, en una cena con aquél a quien amas o en un museo. ¿Qué sé yo? La he estado buscando todos estos días y no la he encontrado. Fui a la oficina de objetos perdidos, y me dijeron que no, que nadie había encontrado la belleza. Tenían un sombrero, un móvil, una gabardina, un bastón, un reloj y lo que parecía un detective privado, pero que bien podía ser un ejecutivo, o ambas cosas a la vez, pero que de la belleza no había ni rastro, así que... Se me pasó por la cabeza que si le preguntaban a aquel hombre quizás me podría ayudar, pero recordé "Misterioso asesinato en Maniatan" y me dije que quién mejor que yo para revelar el misterio.<br />Volví a casa bajo la lluvia. La señorita de la oficina de objetos perdidos me dejó la gabardina y el sombrero, bajo la promesa de que volvería para contarle si había encontrado la belleza. El detective ni se inmutó y siguió como si nada, colgado del perchero. La lluvia, que traía como siempre, a la melancolía de la mano, me hizo pensar que quizás en las alcantarillas, adonde van todos los recuerdos que la lluvia arrastra, podría encontrar la belleza. Me abotoné bien la gabardina, me calé el sombrero y después de ponerme los calcetines por encima del pantalón, bajé al río subterráneo. Hacía frío. Las ratas nadaban de una orilla a otra, lo hacían a crol, a braza, espalda y mariposa. Quizás en ellas estaba la belleza y se la hubieran comido, como lo hacen con cualquier cosa. Si era así, preferiría no descubrirlo. Hay veces en la vida de un hombre en que es mejor no saber. Seguí caminando, río abajo, animado por la luz que venía del fondo. El frío me entraba en los huesos, había perdido el sombrero, tirado al agua por una tubería descolgada, y cada gota que me caía en la cabeza en la cabeza era una llamada a volver a la superficie. Empezaba a preferir no saber dónde estaba la belleza y, estar si fuera posible, un poco más seco.<br />Ya en casa, alfombré el baño con ropa y me puse el albornoz. En el salón, puesta la televisión al simple chasquido de mis dedos, aparecieron dos mujeres desnudas, realizándose tocamientos y repartiéndose lametones. Más de uno hubiera seguido aquella pista, creyendo que ellas sabrían algo sobre el paradero de la belleza. Yo chasqueé mis dedos y me tumbé. Entonces apareció una vieja amiga a la que hacía muchos años que no veía. Estábamos de nuevo en la universidad, tomando café y pasábamos después junto a las aulas, camino de la parada del autobús. Enmarcada en el cristal, una estudiante, aparecía en su pupitre tomando apuntes. La había visto ya antes y paré. "Voy luego, he recordado unas cosas que tenía que hacer", le dije a mi amiga. Ésta se fue, un poco enfadada, mientras yo, sin desclavar los pies del suelo, seguí mirando a aquella chica, el pelo rizado, la paz en su gesto, el perfil en su rostro. Pasaron los días y las noches. Allí seguimos los dos, mientras todo alrededor se volvía cada vez más invisible. No recuerdo cuántos días después desperté. Hubiera preferido seguir en el portal o en la universidad o donde quiera que hubiera estado, pero llamaron a la puerta con insistencia.<br />"Ya voy, ya voy".<br />"Somos del Círculo de lectores y querríamos hablarle de nuestra promoción..."<br />Por supuesto que me excusé y volví al sofá con la intención de seguir viendo a aquella chica. No hubo manera. Recogí la gabardina y elegí el sombrero más parecido al que se había llevado el agua, me vestí y fui a la oficina de objetos perdidos. Me atendió la misma desgarbada y flaca mujer de la otra vez. Sonrió al verme y señaló con el dedo el televisor. Allí estaba un hombre sentado en su sillón, hablando: "La belleza viste falda corta, lleva medias de rejilla, su escote enseña más de lo que oculta y va siempre con zapatos de tacón. La belleza es un puta".<br />Miré a la señora y la estreché la mano. "Gracias". "No hay de qué". Marché de nuevo a casa, seguro de que aún no sabía dónde estaba la belleza, y de que afortunadamente nunca lo sabré.<br /><div style="text-align: right;">Pedro García Mochales<br /></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1150815289248534092006-04-24T16:51:00.000+02:002006-06-20T16:54:49.250+02:00Cuento cortoYa no tenía la necesidad imperiosa de coger lápiz, papel y hacer los deberes después de un día holgazaneando, sin aprovechar todas oportunidades que habían ido pasando. Lo tenía todo, una mujer que le quería, una casa, un buen trabajo que le garantizaba el pago de todas las facturas y las copas que le apetecieran, a sus padres cerca pero no demasiado, y un precioso sobrino recién llegado al mundo, traído por su querida hermana, a la que recuperaba de un olvido presente en cada nueva conversación.<br />- ¿Te acuerdas de cuando estuvimos en Málaga?<br />- Eso fue hace treinta años.<br />- Sí, pero te acuerdas, ¿no?<br />- Sí.<br />Sin embargo, lo echaba de menos. ¿Dónde estaban los sentimientos a flor de piel brotando en el boli azul y plata? ¿Y las libretas que llevaba en el bolsillo de la camisa, volando hacia sus manos cuando alguna chica se le aparecía en el metro como una musa? ¿Qué fue del verso? Se lo preguntaba todos los días entre informe e informe, a cada nuevo cumpleaños de un amigo al que regalaría algo pagado en plástico, comprado un rato antes de empezar la fiesta. No escribía.<br />Marcos tenía esto en la cabeza dándole vueltas, y no quería quitárselo. Debía volver a escribir, a contar sus historias, reinventando su vida, se decía a sí mismo, cogiendo el toro por los cuernos, una vez que aceptaba que era lo que más quería de este mundo.<br />Tarde tras tarde probaba de nuevo con un viejo cuaderno dejado a medias. Y una o dos hojas caían arrugadas a la papelera de su estudio, como gustaba de llamarlo para convencerse de que algún día llegaría a serlo.<br />No lo fue. Marcos fue muy feliz. Vivió años con su primera mujer, otros con la segunda, sobrevivió a sus padres e incluso fue testigo en la boda de su primer sobrino. No tuvo hijos, como tanto deseó, pero aún así, nada le impidió sentirse dichoso durante todos aquellos años. Volvió a escribir una sola vez. En su tumba reza la palabra con la que empezaría su obra nunca escrita: fin.<br /><div style="text-align: right;">Pedro García Mochales<br /></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1144170516281624432006-04-04T19:08:00.000+02:002006-04-04T19:08:36.283+02:00Pájaros en los bolsillosLe despreciaban por sacar pájaros de los bolsillos. Guille sólo ahuecaba el pantalón, se subía las hebillas y el batir de alas ya se oía en el aire. Al ver aquello, los chavales le rodeaban, estirajándole los pantalones, dándole empellones, curtiéndole de cardenales. En verano, el sudor le chorreaba por el pelo negruzco, enraizado a pico en la frente, trasquilado como el de los alimoches hambrientos. La primera paliza se la dieron cuando vivía aún su madre. Ella amaba las golondrinas. De muy niño, sólo le salían golondrinas de los pantalones; hacían sus nidos entre las tejas y la cornisa de su casa. Un día, los chicos del pueblo destrozaron los nidos a pedradas, más tarde las ventanas, y después la piel de Guille. Desde entonces dejó de hablar. Tuvo tiempo la madre de ver urracas encaramadas al tejado, y alguna que otra corneja antes de dejar el mundo. Guille vagabundeó por los campos, y tras la última paliza a manos de un gavillero, hay quien le vio perderse en dirección a las montañas. Dos o tres veranos más tarde, una nube de cuervos negra como el hollín cubrió el cielo, y bajó sobre el pueblo devastando sembrados y cosechas. Dijeron que venían de las montañas. Grupos de hombres armados peinaron aquellas cumbres que dominaban desde su altura al pueblo. A Guille nunca le encontraron. Hace bien poco, alguien dijo haber visto una cigüeña al atardecer, posada en la chimenea de su casa medio derruida, pero nadie creyó algo tan raro por estas tierras. Hay muchos en el pueblo que auguran la llegada de los buitres. Entonces, avisan, más valdrá que nos santigüemos.<br /><div style="text-align: right;">Javier Herbosa<br /></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1144170463137442612006-04-04T19:07:00.000+02:002006-04-04T19:07:43.140+02:00El rincón del abueloCuando nos despedimos del abuelo, dejándolo en su rincón favorito, sentado en la mecedora, sabíamos que los nuevos inquilinos lo encontrarían allí mismo, y que nuestros problemas de intendencia se reducirían de forma notable. Nunca habíamos pensado en aquella posibilidad, pero muchas otras familias hacían lo propio. La vecina del antiguo piso, la señora García, nos había contado cómo en su mudanza colocaron al abuelo tan ricamente en su rinconcito, recibiendo meses más tarde una carta de los nuevos dueños del inmueble, hablando de las virtudes del abuelo y lo bien que les venía para cuidar a las niñas cuando se marchaban al trabajo; aunque bien es cierto, también en la misiva les informaba de que, en caso de mudarse, lo dejarían en el mismo rincón por si a los siguientes inquilinos les servía de algo. Lo cierto es que el ejemplo de nuestra vecina y los metros cuadrados de menos que tenía nuestra nueva casa, nos decidieron a dejar al abuelo en su rincón del antiguo piso, con las cortinas descorridas, al solecito, acompañando con su frágil delgadez el vaivén de la mecedora. Ya nos encontrábamos felices, abriendo la puerta del hogar recién adquirido, cuando en el rincón de la ventana, sentado en un sillón de orejas, vimos a un viejo que giraba la cabeza y alzando la mano nos sonreía. Todos miramos a mamá, que era la que había visto la casa. « ¡Cuando la compré no estaba ahí!, ¡os lo juro!, han tenido que colocarlo en el último momento». Lo cierto es que ahora estamos más faltos de espacio que antes, encima con un abuelo que no es nuestro, y mamá empieza a pensar en que nos mudemos de nuevo. La verdad, visto lo visto, no sé si eso va a solucionar nada, pero mientras, intentaremos darle alguna que otra utilidad.<br /><div style="text-align: right;">Javier Herbosa<br /></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1144170305185973722006-04-04T19:04:00.000+02:002006-04-04T19:05:05.200+02:00Postal nº 1Los hombres juegan a las cartas o atienden sus cañas.<br />Matando la tarde en los muelles.<br />Los hombres ríen y muestran sus pechos de camisa abierta.<br />Enseñan sus dientes gastados y protegen sus rostros envejecidos.<br />Gorras de todos los colores.<br />En medio de esta luz, buscan la sombra.<br />Y se apoyan en los muros de piedra y restos de mar, viendo pasar a las mujeres.<br />Hombres de mirada cansada, y hastío, y brillos en los ojos.<br />Hay mesas y sillas plegables y piedras para contar y cajas con anzuelos de muchos tamaños y cuerdas y bolsas de plástico con cajitas de cartón con tierra y gusanos que se mueven muy despacio.<br />Las mujeres buscan los reflejos del sol.<br />Los hombres sienten sobre sus hombros la caída de la tarde y, a veces, no sienten nada.<br />Sólo la tarde cayendo y las mujeres que pasan.<br />Una mujer camina con un niño de la mano y cierra los ojos para sentir mejor el roce del viento.<br />El niño corre sin camiseta hacia el final del muelle y se queda allí parado, tiritando.<br />La mujer, quieta y con sus brazos agarrando su chaqueta de lana negra, se abandona.<br />Un abrazo solitario de ojos cerrados y viento.<br />El niño también cruza sus brazos sin parar de temblar, y antes de saltar de nuevo gira la cabeza y agita la mano en el aire.<br />Los hombres miran y no dicen nada.<br />A veces un pez pica y la emoción de la tarde se concentra en un bicho que salta en la superficie del agua, y un hombre que sonríe.<br />Un grupo de niños pasa corriendo y sus gritos se los traga el viento.<br />Sin atisbo de violencia. Con sorda alegría.<br />Todo queda sepultado por esta brisa calmada que estremece las orejas.<br />Las mujeres pasan, los hombres se van, y no queda nada.<br /><br /><div style="text-align: right;">Emilio Tomé<br /></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1142277421552875532006-03-13T20:16:00.000+01:002006-06-20T16:49:46.640+02:00Nerea mirando el cieloNerea mira al cielo desde lo más alto de la torre de babel en la que han colocado sus profesores de inglés por no hacer los deberes. Aguanta el chaparrón, sin abrir el paraguas por miedo a salir volando como Mary Poppins, y esconde su cabeza bajo la capucha del abrigo verde forrado que se llevó el viento. Como una bolsa de papel, como su pasado repetido tantas veces y las que quedan, mira el cielo de un Madrid que hace cierta una tarde más, que entre los dos lugares apenas hay distancia, y se siente tentada a tocarlo con la punta de los dedos. No llega. Marcos, desde abajo mira al cielo, mientras decenas de bomberos, centenares de policías, miles de periodistas se agolpan para evitar que Nerea se suicide, al grito de no más clases de inglés en lunes. Marcos es guapo, más aún con su melena mojada , echada atrás, vencida por el deseo de cruzar su mirada con la de Nerea en el mismo lugar. Se le acerca una mujer con ganas de llevárselo, quitarle la ropa, secarlo, ponerle otra ropa y dejarlo de nuevo bajo la lluvia, se acerca un señor que le pide que le compre un paquete de clinex para encender o un mechero para sonarse los mocos, llega su madre y le dice que a ver si se corta el pelo, que parece un gitano, un coche le pita, un guardia le recrimina, el capitán de un barco de papel que pasa bajo sus piernas le grita que se aparte o que se suba, agarrándose al cabo que cae de la popa. Deja de llover. Nerea baja y pasa desapercibida por entre la multitud, mientras el portavoz de la academia habla de los problemas familiares de la chica, que pasa junto a su madre, que culpa a la academia y anuncia una demanda por daños y perjuicios. Marcos la reconoce. Se acerca a ella, y sin mediar palabra la coge de la mano y se la lleva. Nerea sonríe, y vuelve a mirar el cielo. Queda ya muy poco para que anochezca en Madrid, y el cielo se meta en los bares, en los restaurantes, en las casas.<br /><br /><div style="text-align: right;">Pedro García Mochales</div>Unknownnoreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1142277358641305642006-03-13T20:15:00.000+01:002006-06-20T16:49:25.490+02:00CarnavalDe camino nos encontramos con tres chicas altas y cogidas del brazo, vestidas de reverendas. Tres hermosas moscas negras que nos dieron la idea. De qué podemos disfrazarnos, te pregunté. Yo ya voy disfrazado, contestaste, de qué, te repliqué. Pues de viandante, de persona, de adulto... Yo pensé en mi vestimenta de dedo acusador, de punto suspensivo, de eterna corredora de maratones solitarios. Aún así, nos disfrazamos para hacerlo, como en el poema de Gil de Biedma. En tu casa abandonada hacía frío y no habíamos bebido lo suficiente, por eso rebuscaste en los armarios y volviste con el vestido de novia de tu madre. Dejé el velo colgado de la lámpara y te esperé. Un señor con chaqué gigante entró en la habitación, tenía tu sonrisa y un pantalón mil rayas que se sujetaba con las manos. Iba tocado con una chapela, pero se la quitó para besarme. Nos dejamos caer en el agujero del tiempo perdido, allá, en algún punto de la espiral, murió ahogada nuestra historia, y los dos lo sabíamos. No deberíamos haber dejado pasar tanto tiempo desde que te agachaste junto a mí para buscar el pendiente perdido de mi amiga. Demasiados desayunos en el bar que había enfrente del Mercado Central. Demasiadas citas a las que no me atreví a a acudir. Pareja desaparecida la noche del sábado, dirá mañana una escueta nota de prensa, la última vez que se les vio con vida naufragaban en cama de matrimonio, ridículamente vestidos. Nunca más sabrán de nosotros, pensaré a la vuelta, con el paso tambaleante de quien está muy cansado o muy borracho, y unas ganas locas de meterme en la cama.<br /><br /><div style="text-align: right;">Patricia de Zaragoza</div>Unknownnoreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1142277318208233082006-03-13T20:12:00.000+01:002006-06-20T16:49:05.716+02:00Hermanos menoresLos concursantes languidecían desparramados en diferentes rincones de la casa, lo cual es una forma más o menos elegante de decir que se morían de aburrimiento y de hambre. Nadie los miraba ya, ni siquiera el equipo de producción reparaba en necesidades tan primarias como el papel higiénico o las patatas. Tres de las seis chicas habían entrado en el esplendoroso chalet de cartón piedra impecablemente teñidas de rubio platino con destellos nórdicos, pero ahora las raíces mediterráneas de sus cabellos reptaban desde la coronilla y asfixiaban la claridad pajiza de sus melenas. Uno de los chicos que más posibilidades tenía para alzarse con el triunfo (ingeniero superior, ajedrecista precoz, saxofonista y traductor amateur de Nietzsche en sus ratos libres, según había confesado modestamente en el vídeo de presentación) pisó accidentalmente sus gafas al levantarse de la cama, originando la catastrófica pérdida de uno de los cristales. El incidente le obligó a vagar por las ruinosas estancias con sus lentes tuertas, pero como no hay mal que por bien no venga, esta misma circunstancia le evitó la visualización íntegra del naufragio. Otros dos concursantes decidieron suicidarse porque, según dijeron en su última visita al confesionario, no podían soportar aquella muerte por olvido perpetrada diariamente por la audiencia. Confieso que no presencié el dueto de arakiris que los susodichos jóvenes, llamémosles A y B (lo siento, soy fatal para los nombres), acometieron una tarde de julio, empuñando sendos cuchillos jamoneros, descalzos y en chándal, junto a las aguas enmohecidas de la piscina. En realidad, tengo entendido que casi nadie se asomó a la casa aquella sobremesa, porque en otra cadena emitían a la vez un interesante documental sobre trajes de la Rusia zarista, que reventó de felicidad la barriga del share. Así que la expresión desorbitada de las dos agonías en directo pasó sin pena ni gloria, aunque un exaltado plumilla de un no menos exaltado periódico de tirada local se empeñara en ver en el seppuku ecos de la matanza de Guernica. Por otro lado, el pequeño cocker ruano de orejas versallescas que hacía las veces de mascota no llegó a crecer demasiado. Un buen día dejó de vérsele corretear entre las tibias esqueléticas de los sufridos habitantes, y es que el hambre llegó a resultar insoportable a partir de la décima semana. Nadie le concedió mucha importancia a dicha elipsis canina porque, al parecer, ninguno de los dos frikiespectadores que continuaron viendo el programa hasta el final de los días de aquella desdichada tripulación pertenecía a la sociedad protectora de animales.<br /><br /><div style="text-align: right;">Patricia de Zaragoza</div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1140523787629610622006-02-21T13:07:00.000+01:002006-03-13T09:22:58.743+01:00"Zapatos nuevos" de Gonzalo MunillaAquí está el primero de los textos recibidos para su comentario en el taller. Es breve y directo, lo ideal para un taller radiofónico, que se expresa de viva voz.<br /> <p class="MsoTitle" style="text-align: center;"><span lang="ES-TRAD">ZAPATOS NUEVOS<br /></span></p><div style="text-align: right;"><span lang="ES-TRAD"><o:p> </o:p></span><span style="font-weight: normal;" lang="ES-TRAD"><span style=""> </span>(<i style="">A Ángel Zapata, sin conocerle)<o:p></o:p></i></span><span lang="ES-TRAD"><o:p><br /></o:p></span><div style="text-align: left;"><span lang="ES-TRAD">Mis zapatos nuevos están viejos porque la zapata de mi bici está vieja también, y prefiero frenar con los pies que con los dientes. Pero ocurre que le digo a mi madre que necesito unos zapatos nuevos y me dice que mejor prevenir que curar, que por qué no arreglé la zapata antes de destrozar mis zapatos. Y yo le digo vale, tienes razón, pero ahora que no hay más remedio cómprame unos zapatos nuevos y ya de paso cámbiame las zapatas también, así no volveré a romper los zapatos que me compres. Y me dice que una polla, que que me lo hubiera pensado antes. Y yo le dije que una polla para su culo. Por eso se quitó la zapatilla.</span></div></div><div> </div> <p class="MsoNormal" style="text-align: center;" align="center"><span lang="ES-TRAD"><o:p> </o:p><span style=""> </span><span style=""> </span>Gonzalo Munilla.</span></p> Ahí queda eso.Unknownnoreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1140451783605799532006-02-20T17:03:00.000+01:002006-02-20T17:23:41.070+01:00Primer programa<span style="font-family: trebuchet ms;">Por ser el primero de los programas, vamos a ir cimentando el edificio y, para ello, vamos a hablar un poco de recetas. Las recetas son esas cosas que cada uno interpreta como quiera. Muchos cocineros dicen que, en sus recetas no ponen cantidades porque saben que luego, cada fraile demuestra que ya fue cocinero y echa al guiso lo que quiere. Nosotros vamos a hacer un poco lo mismo. Repasaremos una serie de recetas, para que cada uno es su casa haga el plato lo más cercano a su gusto que pueda.</span><br /><br /><span style="font-family: trebuchet ms;">Aquí va una lista, cuyo padre es Ángel Zapata -para septiembre su nuevo libro está en la calle- y su padrino soy yo mismo:</span><br /><span style="font-family: trebuchet ms;">1. Un cuento trata un único tema</span><br /><span style="font-family: trebuchet ms;">2. Un cuento tiene un único protagonista</span><br /><span style="font-family: trebuchet ms;">3. Un cuento cuenta un cambio</span><br /><span style="font-family: trebuchet ms;">4. Un cuento narra una sola acción</span><br /><span style="font-family: trebuchet ms;">5. Un cuento transcurre en una unidad de tiempo corta</span><br /><span style="font-family: trebuchet ms;">6. Un cuento transcurre en un escenario</span><br /><span style="font-family: trebuchet ms;">7. Un cuento suele estar focalizado sobre una única cosa</span><br /><span style="font-family: trebuchet ms;">8. Un cuento nace de otro cuento</span><br /><span style="font-family: trebuchet ms;">9. Un cuento tiene que dar un poco de vergüenza</span><br /><br /><span style="font-family: trebuchet ms;">Pero hay más, mucho más en el primer programa de Vivir del cuento.</span><br /><span style="font-family: trebuchet ms;">Nos escuchamos.</span>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1139245963899753702006-02-06T18:10:00.000+01:002006-02-08T14:31:36.543+01:00Nuevo taller radiofónicoHola a todos, bienvenidos al blog del taller radiofónico Vivir del cuento, que podéis escuchar todos los lunes, de 20 a 21 horas en Radio Círculo, 100.4 FM.<br />A través de este espacio podréis leer los textos que se envíen al taller y hacer comentarios sobre los mismos.<br />Para hacernos llegar vuestros textos debéis usar el enlace que aparece bajo el perfil del coordinador del taller. A esa dirección de correo electrónico debéis hacer llegar, como archivo de Word, los textos que presentéis para que sean comentados.<br />Aquí aparecerán los textos seleccionados para el programa y algún otro que, aunque no tenga espacio en el programa, merezca ser publicado aquí para vuestra lectura.<br />Bienvenidos a esta nueva experiencia.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1140455025636849212006-01-01T18:03:00.000+01:002006-02-20T18:04:58.976+01:00Decálogo de Julio Ramón Ribeyro<a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="http://sololiteratura.com/rib/rib69-1.jpg"><img style="margin: 0px auto 10px; display: block; text-align: center; cursor: pointer; width: 400px;" src="http://sololiteratura.com/rib/rib69-1.jpg" alt="" border="0" /></a><br /><span style="font-family:trebuchet ms;">1. El cuento debe contar una historia. El cuento se ha hecho para que el lector a su vez pueda contarlo.</span><br /><span style="font-family:trebuchet ms;">2. La historia del cuento puede ser real o inventada. Si es real debe parecer inventada, y si es inventada, real.</span><br /><span style="font-family:trebuchet ms;">3. El cuento debe ser de preferencia breve, de modo que pueda leerse de un tirón.</span><br /><span style="font-family:trebuchet ms;">4. La historia contada por el cuento debe entretener, conmover, intrigar o sorprender, si todo ello junto mejor. Si no logra ninguno de estos efectos no existe como cuento.</span><br /><span style="font-family:trebuchet ms;">5. El estilo del cuento debe ser directo, sencillo, sin ornamentos ni digresiones. Dejemos eso para la poesía o la novela.</span><br /><span style="font-family:trebuchet ms;">6. El cuento debe sólo mostrar, no enseñar. De otro modo sería una moraleja.</span><br /><span style="font-family:trebuchet ms;">7. El cuento admite todas las técnicas: diálogo, monólogo, narración pura y simple, epístola, informe, collage de textos ajenos, etc., siempre y cuando la historia no se diluya y pueda el lector reducirla a su expresión oral.</span><br /><span style="font-family:trebuchet ms;">8. El cuento debe partir de situaciones en las que el o los personajes viven un conflicto que les obliga a tomar una decisión que pone en juego su destino.</span><br /><span style="font-family:trebuchet ms;">9. En el cuento no debe haber tiempos muertos ni sobrar nada. Cada palabra es absolutamente imprescindible.</span><br /><span style="font-family:trebuchet ms;">10. El cuento debe conducir necesaria, inexorablemente a un solo desenlace, por sorpresivo que sea. Si el lector no acepta el desenlace es que el cuento ha fallado. </span>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1140454201543815722005-12-31T17:47:00.000+01:002006-02-21T13:32:21.863+01:00Decálogo del perfecto cuentista de Horacio Quiroga<a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="http://www.imaginaria.com.ar/13/4/DES-08Quiroga.jpg"><img style="margin: 0px auto 10px; display: block; text-align: center; cursor: pointer; width: 180px;" src="http://www.imaginaria.com.ar/13/4/DES-08Quiroga.jpg" alt="" border="0" /></a><br /><span style="font-family:trebuchet ms;">I. Cree en un maestro –Poe, Maupassant, Kipling, Chejov– como en Dios mismo.</span><br /><span style="font-family:trebuchet ms;">II. Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en dominarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo. </span><br /><span style="font-family:trebuchet ms;">III. Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.</span><br /><span style="font-family:trebuchet ms;">IV. Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón. </span><br /><span style="font-family:trebuchet ms;">V. No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas. </span><br /><span style="font-family:trebuchet ms;">VI. Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: “desde el río soplaba un viento frío”, no hay en la lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.</span><br /><span style="font-family:trebuchet ms;">VII. No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo. </span><br /><span style="font-family:trebuchet ms;">VIII. Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.</span><br /><span style="font-family:trebuchet ms;">IX. No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a mitad del camino.</span><br /><span style="font-family:trebuchet ms;">X. No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se consigue la vida en el cuento.</span>Unknownnoreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-22046164.post-1140637656459900602000-11-01T20:46:00.000+01:002006-02-23T17:46:12.006+01:00"Manual del perfecto cuentista" de Horacio Quiroga<a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="http://letras-uruguay.espaciolatino.com/quiroga/vida_a1.jpg"><img style="margin: 0px auto 10px; display: block; text-align: center; cursor: pointer; width: 320px;" src="http://letras-uruguay.espaciolatino.com/quiroga/vida_a1.jpg" alt="" border="0" /></a><br />Una larga frecuentación de personas dedicadas entre nosotros a escribir cuentos, y alguna experiencia personal al respecto, me han sugerido más de una vez la sospecha de si no hay, en el arte de escribir cuentos, algunos trucos de oficio, algunas recetas de cómodo uso y efecto seguro, y si no podrían ellos ser formulados para pasatiempo de las muchas personas cuyas ocupaciones serias no les permiten perfeccionarse en una profesión mal retribuida por lo general y no siempre bien vista.<br />Esta frecuentación de los cuentistas, los comentarios oídos, el haber sido confidente de sus luchas, inquietudes y desesperanzas, han traído a mi ánimo la convicción de que, salvo contadas excepciones en que un cuento sale bien sin recurso alguno, todos los restantes se realizan por medio de recetas o trucos de procedimiento al alcance de todos, siempre, claro está, que se conozcan su ubicación y su fin.<br />Varios amigos me han alentado a emprender este trabajo, que podríamos llamar de divulgación literaria, si lo de literario no fuera un término muy avanzado para una anagnosia elemental.<br />Un día, pues, emprenderé esta obra altruista, por cualquiera de sus lados, y piadosa, desde otros puntos de vista.<br />Hoy apuntaré algunos de los trucos que me han parecido hallarse más a flor de ojo. Hubiera sido mi deseo citar los cuentos nacionales cuyos párrafos extracto más adelante. Otra vez será. Contentémonos por ahora con exponer tres o cuatro recetas de las más usuales y seguras, convencidos de que ellas facilitarán la práctica cómoda y casera de lo que se ha venido a llamar el más difícil de los géneros literarios.<br />Comenzaremos por el final. Me he convencido de que, del mismo modo que en el soneto, el cuento empieza por el fin. Nada en el mundo parecería más fácil que hallar la frase final para una historia que, precisamente, acaba de concluir. Nada, sin embargo, es más difícil.<br />Encontré una vez a un amigo mío, excelente cuentista, llorando, de codos sobre un cuento que no podía terminar. Faltábale sólo la frase final. Pero no la veía, sollozaba, sin lograr verla así tampoco.<br />He observado que el llanto sirve por lo general en literatura para vivir el cuento, al modo ruso; pero no para escribirlo. Podría asegurarse a ojos cerrados que toda historia que hace sollozar a su autor al escribirla, admite matemáticamente esta frase final:<br />«¡Estaba muerta!»<br />Por no recordarla a tiempo su autor, hemos visto fracasar más de un cuento de gran fuerza. El artista muy sensible debe tener siempre listos, cómo lágrimas en la punta de su lápiz, los admirativos.<br />Las frases breves son indispensables para finalizar los cuentos de emoción recóndita o contenida. Una de ellas es:<br />«Nunca volvieron a verse».<br />Puede ser más contenida aun:<br />«Sólo ella volvió el rostro».<br />Y cuando la amargura y un cierto desdén superior priman en el autor, cabe esta sencilla frase:<br />«Y así continuaron viviendo».<br />Otra frase de espíritu semejante a la anterior, aunque más cortante de estilo:<br />«Fue lo que hicieron».<br />Y ésta, por fin, que por demostrar gran dominio de sí e irónica suficiencia en el género, no recomendaría a los principiantes:<br />«El cuento concluye aquí. Lo demás, apenas si tiene importancia para los personajes».<br />Esto no obstante, existe un truco para finalizar un cuento, que no es precisamente final, de gran efecto siempre y muy grato a los prosistas que escriben también en verso. Es este el truco del «leitmotiv».<br />Final: «Allá a lo lejos, tras el negro páramo calcinado, el fuego apagaba sus últimas llamas...»<br />Comienzo del cuento: «Silbando entre las pajas, el fuego invadía el campo, levantando grandes llamaradas. La criatura dormía...»<br />De mis muchas y prolijas observaciones, he deducido que el comienzo del cuento no es, como muchos desean creerlo, una tarea elemental. «Todo es comenzar». Nada más cierto, pero hay que hacerlo. Para comenzar se necesita, en el noventa y nueve por ciento de los casos, saber a dónde se va. «La primera palabra de un cuento -se ha dicho- debe ya estar escrita con miras al final».<br />De acuerdo con este canon, he notado que el comienzo exabrupto, como si ya el lector conociera parte de la historia que le vamos a narrar, proporciona al cuento insólito vigor. Y he notado asimismo que la iniciación con oraciones complementarias favorece grandemente estos comienzos. Un ejemplo:<br />«Como Elena no estaba dispuesta a concederlo, él, después de observarla fríamente, fue a coger su sombrero. Ella, por todo comentario, se encogió de hombros».<br />Yo tuve siempre la impresión de que un cuento comenzado así tiene grandes posibilidades de triunfar. ¿Quién era Elena? Y él, ¿cómo se llamaba? ¿Qué cosa no le concedió Elena? ¿Qué motivos tenía él para pedírselo? ¿Y por qué observó fríamente a Elena, en vez de hacerlo furiosamente, como era lógico de esperar?<br />Véase todo lo que del cuento se ignora. Nadie lo sabe. Pero la atención del lector ya ha sido cogida por sorpresa, y esto constituye un desiderátum en el arte de contar.<br />He anotado algunas variantes a este truco de las frases secundarias. De óptimo efecto suele ser el comienzo condicional:<br />«De haberla conocido a tiempo, el diputado hubiera ganado un saludo, y la reelección. Pero perdió ambas cosas».<br />A semejanza del ejemplo anterior, nada sabemos de estos personajes presentados como ya conocidos nuestros, ni de quién fuera tan influyente dama a quien el diputado no reconoció. El truco del interés está, precisamente, en ello.<br />«Como acababa de llover, el agua goteaba aún por los cristales. Y el seguir las líneas con el dedo fue la diversión mayor que desde su matrimonio hubiera tenido la recién casada».<br />Nadie supone que la luna de miel pueda mostrarse tan parca de dulzura al punto de hallarla por fin a lo largo de un vidrio en una tarde de lluvia.<br />De estas pequeñas diabluras está constituido el arte de contar. En un tiempo se acudió a menudo, como a un procedimiento eficacísimo, al comienzo del cuento en diálogo. Hoy el misterio del diálogo se ha desvanecido del todo. Tal vez dos o tres frases agudas arrastren todavía; pero si pasan de cuatro el lector salta en seguida. «No cansar». Tal es, a mi modo de ver, el apotegma inicial del perfecto cuentista. El tiempo es demasiado breve en esta miserable vida para perdérselo de un modo más miserable aún.<br />De acuerdo con mis impresiones tomadas aquí y allá, deduzco que el truco más eficaz (o eficiente, como se dice en la Escuela Normal), se lo halla en el uso de dos viejas fórmulas abandonadas, y a las que en un tiempo, sin embargo, se entregaron con toda su buena fe los viejos cuentistas. Ellas son:<br />«Era una hermosa noche de primavera» y «Había una vez...»<br />¿Qué intriga nos anuncian estos comienzos? ¿Qué evocaciones más insípidas, a fuerza de ingenuas, que las que despiertan estas dos sencillas y calmas frases? Nada en nuestro interior se violenta con ellas. Nada prometen ni nada sugieren a nuestro instinto adivinatorio. Puédese, sin embargo, confiar en su éxito... si el resto vale. Después de meditarlo mucho, no he hallado a ambas recetas más que un inconveniente: el de despertar terriblemente la malicia de los cultores del cuento. Esta malicia profesional es la misma con que se acogería el anuncio de un hombre al que se dispusiera a revelar la belleza de una dama vulgarmente encubierta: «¡Cuidado! ¡Es hermosísima!»<br />Existe un truco singular, poco practicado, y, sin embargo, lleno de frescura cuando se lo usa con mala fe.<br />Este truco es el del lugar común. Nadie ignora lo que es en literatura el lugar común. «Pálido como la muerte» y «Dar la mano derecha por obtener algo» son dos bien característicos.<br />Llamamos lugar común de buena fe al que se comete arrastrado inconscientemente por el más puro sentimiento artístico; esta pureza de arte que nos lleva a loar en verso el encanto de las grietas de los ladrillos del andén de la estación del pueblecito de Cucullú, y la impresión sufrida por estos mismos ladrillos el día que la novia de nuestro amigo, a la que sólo conocíamos de vista, por casualidad los pisó.<br />Esta es la buena fe. La mala fe se reconoce en la falta de correlación entre la frase hecha y el sentimiento o circunstancia que la inspiran.<br />Ponerse pálido como la muerte ante el cadáver de la novia es un lugar común. Deja de serlo cuando al ver perfectamente viva a la novia de nuestro amigo, palidecemos hasta la muerte.<br />«Yo insistía en quitarle el lodo de los zapatos. Ella, riendo, se negaba. Y, con un breve saludo, saltó al tren, enfangada hasta el tobillo. Era la primera vez que yo la veía; no me había seducido, ni interesado, ni he vuelto más a verla. Pero lo que ella ignora es que, en aquel momento, yo hubiera dado con gusto la mano derecha por quitarle el barro de los zapatos».<br />Es natural y propio de un varón perder su mano por un amor, una vida o un beso. No lo es ya tanto darla por ver de cerca los zapatos de una desconocida. Sorprende la frase fuera de su ubicación psicológica habitual; y aquí está la mala fe.<br />El tiempo es breve. No son pocos los trucos que quedan por examinar. Creo firmemente que si añadimos a los ya estudiados el truco de la contraposición de adjetivos, el del color local, el truco de las ciencias técnicas, el del estilista sobrio, el del folklore, y algunos más que no escapan a la malicia de los colegas, facilitarán todos ellos en gran medida la confección casera, rápida y sin fallas, de nuestros mejores cuentos nacionales...Unknownnoreply@blogger.com0