12 junio 2006

Bailando con un mosquito

- ¡Venga, ábrelo! – dijo el chico un tanto excitado, mientras ella miraba la caja como si fuera un hombre de traje gris y corbata bien apretada.
- ¡Ábrelo!
La chica agitó la caja y la acercó a su oído. Todo lo que escuchó fue el sonido de una ligera y calurosa brisa que entraba por el ventanal chocando contra ella. Estuvo a punto de refunfuñar “¡aquí no hay nada! ¡Qué bromas más tontas tienes!”. Pero entonces se acordó del cuento del padre y la niña con su regalo. Aquel donde una niña sorprende con una caja vacía a su padre, éste cree que la niña le toma el pelo hasta que ella le dice que no, que la caja está colmada de besos para él. ¿Y si a su novio se le había ocurrido una extravagancia parecida?
-¿Vas a abrirlo o no?
-Sí, es que quería darme un poco de aire. En esta buhardilla hace un calor de muerte. Sólo era eso - dijo ella después de tomarse unos segundos para reaccionar.
“Como todos los cáncer soy de efectos retardados”, solía disculparse a sí misma. Pero lo cierto era que cáncer o libra, si alguien cercano moría, tres meses después era cuando a ella le entraba la tristeza y tardaba veintidós segundos en sonreír tras una caricia. El novio se había molestado en contar los segundos y se lo había dicho, a lo que ella había respondido: “Como todos los cáncer soy de efectos retardados. Ya sabes”.
Entonces abrió el regalo. Y encontró que era la propia caja. Una caja metálica con la foto de Marilyn Monroe. Después de mirarla durante unos segundos como si se tratase de un hombre de traje gris y corbata bien apretada soltó una carcajada.
-¿Qué es?- preguntó el novio-. No sabía que Marilyn tuviera una faceta cómica para ti- añadió luego un poco molesto pues hubiera esperado un beso o un simple “gracias”.
-No es nada. Sólo algo que recordé. Un comentario. Algo que me dijo uno de esos chicos locos con los que salía antes de quedarme contigo.
-Bueno, cuenta.
-Nada. Decía que odiaba a Marilyn. Que tendrían que comercializar rollos de papel higiénico con sus fotos.
-Pues yo no le veo la gracia a ese chico loco. Y por lo que me has contado de ellos, no le veo la gracia a ninguno de esos chicos locos con quienes salías antes de estar conmigo. Tu siempre borracha y ellos haciéndote lo que les venía en gana. La loca eras tú y lo sigues siendo.
-Vale, perdona. Es algo que recordé. Sólo era eso.
Entonces ella empezó a seleccionar qué objetos quería guardar en aquella caja. Cogió los polvos compactos. Algo que jamás usaría pero que compró un día para quitarse un mal pensamiento de la cabeza. Siempre que se sentía asustada o celosa compraba algo al azar. Y esas mismas cosas que le quitaban el mal pensamiento durante unos minutos se lo volvían a recordar después. Cuando los miraba o los utilizaba y se decía “mira, esto lo compré cuando pensé que el pecho me dolía tanto porque tenía un cáncer de pulmón” o “ ¡ah!, las tijeras de cuando seguía segura de que Pedro aún pensaba en aquella niña peruana con cara de viciosa y culo respingón con la que compartimos piso”. El pensamiento de los polvos compactos había sido uno muy parecido a este último. Después eligió un libro de relatos de Salinger que ya había leído diez veces y se sabía casi de memoria. Ya era hora de olvidar aquellas historias frívolas y patéticas. Por último cogió un espejo de mano roto por una de las caras. No era supersticiosa pero por si acaso no quería volver a mirarse en él. Tenía lo que podríamos llamar manías, como hacer doble nudo en los cordones de sus botas (así no se caería), pero supersticiones ni una. El espejo se lo habían regalado sus tres tías por parte de padre. Una de las cuales había estado loca.
-¿Nunca te conté como murió mi tía loca? Ella me regaló este espejito.
-No. Ni siquiera sabía que hubieras tenido una tía loca, aunque ahora que lo dices, eso me aclara ciertas cosas.
-No seas tonto- murmuró ella -, te contaré como murió.

Pero Pedro no quiso saberlo. La tía Antonia, que así se llamaba, fue una niña aplicada y esbelta. Siempre olía a leche y magdalenas y tenía miles de vestidos cada cual más divino. Pero acabó siendo una cuarentona metida en carnes que nunca se cambiaba de ropa. Acabó postrada en una silla de la cual nunca se levantaba. Cuando le entraba el sueño cerraba los ojos y al rato resoplaba y a la mañana siguiente amanecía de nuevo en la silla. Sus dedos parecían guantes blancos apolillados y hablaba con señoras que iban a la compra y señores que salían a tomar un vinillo. Acabó siendo un adefesio marginado que inventaba personajes para pasar el rato. Sus piernas, tan pizpiretas en otro tiempo, se transformaron en orugas hinchadas de laboratorio y ya no se sabía de qué color era su pelo de lo sucio que lo tenía. La tía Antonia sencillamente fue y luego se murió. Sin embargo, antes de que ello sucediera su ex-marido fue a visitarla un día. Quería darle una sorpresa. Así que cargó con el tocadiscos y puso la canción favorita de ambos. Aquella con la cual se conocieron, bailaron, se enamoraron y durmieron tantas veces al pequeño que tuvieron más tarde. Se trataba de “Michelle”, la canción de los Beatles. Y al ponerla en la cocina la tía Antonia se levantó de su silla. Todo lo ancha que era. Y las carnes le cayeron como lágrimas de un condenado y comenzó a mover brazos y piernas de una manera mecánica como si se tratase de un robot y se echó su pelo sucio hacia atrás y sonrió con los pocos dientes que aún le quedaban. Estaba realmente seductora la tía Antonia, sí. Pero ahí estaba. Había pasado a la acción. De ser una aburrida espectadora de los caseros acontecimientos que ocurrían en la cocina había pasado a ser de nuevo una actriz bailando su propia banda sonora. Su ex-marido daba palmas y sus dos hermanas la animaban a seguir bailando. Entonces un mosquito entró por la ventana y comenzó a revolotear alrededor de la tía loca.
- Mira, parece que esté bailando con el mosquito- dijo el ex-marido y todos se rieron.
Y como Antonia no hacía ningún aspaviento para espantarlo, tal vez ni lo veía, el ex-marido añadió:
- Mira, parece que le gusta bailar con el mosquito- y todos volvieron a reír.
Incluso la tía Antonia sonreía, pero es que ella siempre tenía la mirada perdida y una sonrisa nostálgica en la boca. Entonces, de pronto, Antonia se desplomó sobre el suelo y se murió.

-Murió bailando con un mosquito- terminó de contar la chica pero Pedro no parecía escuchar.
Sin embargo la miraba y vio como ella comenzó a darse leves toques en el pecho, nerviosamente. Como si fuera una niña bien y remilgada a la que se le ha atragantado una raspa. Después le sonrió y él supo enseguida de qué se trataba. Hicieron el amor acompañados por un silencio sólo interrumpido por algún ágil gemido de él o algún gritillo ahogado también de él. Mientras allá arriba la luna cortaba las nubes con sus destellos de acero. Mientras allá abajo las carreteras se iban vaciando de coches y por las aceras caminaban los últimos transeúntes. Cuando terminaron él se vistió de prisa y dijo:
-Bueno, niña, me voy al trabajo.
Ella aprovechó un giro de él para guardar sus bragas en la caja. Él no miraría dentro. Él respetaba su intimidad. Prenda doble de recuerdos de los que debía despojarse. Prenda comprada al azar y testigo de un polvo sin orgasmo. La caja cubo-de-basura era el mejor recipiente para ella. Luego comenzó a vestirse despacio.
-No ha estado mal- le dijo él antes de irse y le guiñó un ojo.
-No exactamente- dijo ella, pero él ya se había marchado.
Ella esperó a que él se adentrara en las calles ya tan sólo habitadas por los bebedores crónicos y vagabundos, por las putas deseosas de avivar un deseo, por los insomnes aburridos de no poder dormir y entonces sacó el cartelito. El cartelito decía La puerta de la buhardilla cinco está abierta. A quien quiera subir. Bajó las escaleras desde el cuarto piso. Descalza y sin ropa interior. “A quien quiera subir”, se decía. “Alguien subirá”, se consolaba después. Y es que ella estaba así, desconsolada y un poquito desesperada también. Hacía muchos días ya que echaba de menos a Pedro. Pedro se había esfumado con su trabajo y sus pasatiempos. Apenas se percataba de su presencia. Siempre andaba ocupado y la escuchaba cada vez menos. Ya sólo hacían el amor. Y ella siempre se quedaba frustrada. Pasaba las tardes sola. Aburrida en la diminuta buhardilla. Ya se había leído todos los libros que tenían más de una vez y había escuchado todos los discos más de cinco veces. No se le ocurría de qué otra manera matar el tiempo. Se sentía sola. Estaba sola. Por eso el a quien quiera subir . Colocó el cartelito en la puerta del portal y volvió a subir las escaleras. Después se acostó en la cama y esperó. Como llevaba haciendo diez largos días. Era entonces cuando recordaba los momentos que fueron grandes para ella. Aquellos momentos que se habrían escondido en la cajita de música que compraron juntos en un rastrillo, la cual se rompió y aún ninguno se había molestado en arreglar y así permanecía la cajita, rota, sobre un estante. Los momentos grandes, de vidas grandes, de vidas de amores correspondidos y por ello mismo tumultuosos. Tal vez vidas de grandes artistas y de otros que no llegaron a poder ser. Eran los momentos en soledad en cualquier café. Escribiendo cuentos de esos que nunca llegan a ninguna parte pero que mecen el espíritu y arrebatan los impulsos desesperados. Mirando como fuma algún hombre de edad y como parece melancólico. Pensando en cómo convertirle en protagonista de otra historia, que se perdería en alguna carpeta donde para siempre quedaría atrapado su humo y su melancolía.
La costumbre de entrar en cafés la había heredado de su tía Antonia. Los bares de barrio siempre recogen a alguna loca. Allí se sienten integradas. Y es que tal vez ella también se sabía loca. Ya no visitaba cafés porque la economía que compartía con su pareja era de esas de desayunos en casa. En realidad ya no hacía nada de lo que antes había hecho. Sola y con él. Ya sólo recordaba y esperaba la visita de alguien. Eran grandes las madrugadas en las que salían a alguna gasolinera a por dulces. Se emborrachaban de azúcar y hacían el amor en jardines. Era grato sentir la humedad del césped y el olor de las anémonas. Era grato escuchar a los grillos y mezclar el sabor a donuts con el de la saliva del otro. Todo quedaba en pretérito. Como su tía, ella también fue, sólo que aún no había muerto. Tal vez allí tirada lo parecía. Tal vez tan sólo, y es mucho, se trataba de que había enterrado su espíritu. Ella sabía que por alguna razón que ignoraba, en algún instante, él miró la foto, la que se hicieron juntos en un fotomatón y él siempre llevaba en la cartera, la miró a ella y por primera vez la odió.
A partir de ahí cambiaron las cosas. Se partió el amor tumultuoso y empezó a ser mediocre. Adios momentos grandes. “Adios”, pensaba ella, “gracias por haberme mantenido subida a unos enormes zancos de circo desde los cuales vi padecer y sonreír al resto de los mortales. Ahora toco el suelo y, Dios, qué duro es”. Entonces, justo cuando imaginaba como él miraba la foto y la odiaba, la tenue brisa pareció enfurecerse. Entraron ráfagas de viento tan fuertes por el ventanal que abrieron la portezuela. Un mosquito despistado entró y se puso a hacer cabriolas delante de ella. Supo entonces que se trataba del mosquito y no dudó en bailar con él. Había llegado el momento. Había sido y ahora le tocaba morir. Bailó con él mientras pensaba en qué canción la había marcado ¿Con qué melodía poner fin a la película? No existía ninguna canción. Así que bailó una canción sorda. Bailó descalza y sin ropa interior. Bailó y bailó con el mosquito hasta que le dolieron los huesos. Confiaba en desplomarse. Por fin todo acabaría.
Lorena Caballero

2 comentarios:

Anónimo dijo...

no me gusta para nada

Anónimo dijo...

si