22 mayo 2006

Aplausos

Cuando íbamos de excursión y pasábamos por un túnel, las monjas nos hacían aplaudir y la mayoría de las niñas no entendíamos el motivo. Porque, desde luego, sabíamos muy pocas cosas en general, pero sobre sexo lo ignorábamos todo y nuestras únicas referencias eran tan tópicas e ingenuas como nosotras mismas.

La culpa o el mérito, según se mire, la tuvieron los pantalones nuevos que me habían regalado al cumplir catorce años. También, Santi, mi perro, tuvo algo que ver.
Era verano y estábamos en la casa que alquilábamos todos los años en un pueblo perdido de Castilla.
Aquella tarde Santi no aparecía y, aunque eso ya había ocurrido otras veces, empecé a preocuparme. A él le gustaba espantar a las cigüeñas que bajaban a beber al embalse y perseguir a las ovejas del pasto cerca de casa. Y a mi me gustaba que lo hiciera, que corriera a su aire, sin cadena ni collar, como un perro cualquiera del campo. Pasaba unas horas fuera de casa y regresaba cuando quería.
Pero aquél día no; había desaparecido por la mañana muy temprano y ya era media tarde. Por eso no quise esperar a que se hiciera de noche, me quité el bikini mojado y me puse mis pantalones cortos nuevos; salí de casa y le llamé a gritos mientras buscaba por los alrededores. Nada. Pasó un chico a toda velocidad en una moto y en un segundo desapareció de mi vista.
Me adentré por las calles del pueblo y pregunté a los viejos sentados en el poyete del bar. Nada. En la plaza no había nadie. En el frontón tampoco. Era lo normal, la gente esperaba al anochecer para salir. Aún apretaba el calor y el sol hacía daño en los ojos. El empedrado de las calles se había ido recalentado y ardía. Sólo el de la Montesa parecía existir por todos los demás: arriba y abajo, lejos y cerca, como si quisiera batir algún récord de velocidad en circuito cerrado de pueblo castellano, 43 grados a la sombra y pavimento de adoquines deslizantes.
Un paisano en tractor, que venía de la era bien cargado, alfombraba la calle con una lluvia de pajitas. Tampoco él había visto al perro. Caminé por las calles en cuesta hacia el castillo y ni rastro. Y allí, al volver una esquina, la moto otra vez pero ahora parada, como esperándome.
-Creo que le he visto más arriba, venga sube.
Sin pensarlo -nunca pienso las cosas que me apetece hacer- intenté trepar al asiento pero dejé colgada una pierna y tuve que apoyarme en sus hombros. Como me quedé medio caída hacia la izquierda, su mano enorme me agarró del muslo, se deslizó hasta mi culo y me colocó bruscamente en el asiento. Entonces metió primera, dimos un salto y comenzamos a trepar la cuesta. Creo que el vértigo y el miedo justificaron que me aferrara a su cintura. A él eso pareció estimularle porque metió segunda, aceleró a fondo y en un momento estábamos arriba.
Giramos en la siguiente calle e iniciamos el descenso como en una montaña rusa, a tumba abierta y en punto muerto. Mis brazos en torno a su cintura se habían ido cerrando y mi barbilla se apoyaba en su hombro. Con sorpresa comprobé que el fuerte olor a sudor que salía de su camiseta me resultaba… no sé, no me desagradaba. Recuerdo perfectamente que la camiseta era de Barricada y que no tenía mangas porque alguien se las había cortado a tijeretazos.
Los adoquines irregulares y con baches nos provocaban continuos saltos que nos encajaban el uno en el otro como las últimas dos piezas de un rompecabezas. Sus pantalones elásticos eran como una segunda piel para él y una tercera para mí. Los míos, en cambio, muy cortos y estrechos, se habían ido arrugando hasta encogerse entre mis piernas.
Y así estuvimos un rato, bajando y subiendo cuestas a buen ritmo, yo sin ver nada y él siempre mirando al frente como con una idea fija.
Hasta que, de pronto, se paró frente a un pajar con las puertas abiertas.
-Creo que le he visto el rabo, se ha metido ahí, dijo.
Sin bajarnos de la moto cruzamos lentamente el umbral del pajar hasta la línea de sombra en el suelo. Olía bien, a sol y a campo, pero ni rastro de Santi. Había montones de sacos y una manta de cuadros colgaba de un gancho en la pared. Lo último que quería en ese momento era encontrar a mi perro, así que le llamé en voz baja, para disimular.
Afortunadamente no apareció, dimos marcha atrás y continuamos botando por las calles en cuesta como si ésa fuera nuestra única misión en la vida. El roce de sus pantalones era suave y, a esas alturas, los míos casi habían desaparecido. Se derretían sumergidos en una humedad nueva que me mantenía en suspenso, como esperando algo que no sabía qué era. Cada bache se convertía en un latido caliente que se multiplicaba con el bache sucesivo. Esperaba y esperaba en una tensión dulce, paciente, como el que se tumba en un pajar, tiende una manta de cuadros sobre un montón de heno fresco, se estira bien y se imagina cosas mientras se siente hundir lentamente porque sabe que el sueño llegará y que alrededor, la humedad caliente, el olor a sol seguirán ahí, la moto fuera, castigada y él, tumbado a mi lado, me sube la camiseta hasta el cuello -qué suave eres- y luego, con una sola mano, fácilmente, me quita los pantalones y, sin prisas

así fue cómo me ocurrió, encima de una moto. Entonces no sabía lo que era, pero tampoco me lo pregunté. Simplemente me quedé allí, suspendida en algún lugar sin tiempo, entre un bache y otro.
Estoy segura de que él ni se enteró. Yo misma apenas recuerdo nada más. Creo que mi perro terminó apareciendo por una esquina con la lengua fuera y sucio de paja. Entonces paramos, nos bajamos de la moto y él me ofreció tabaco. No faltó ni el cigarrito de después. Tuve ganas de aplaudir, pero no lo hice, no estaba en ningún túnel y tampoco me miraba ninguna monja.
María Aguirre

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