22 mayo 2006

Vuelco

La primera vez que Fermín sintió "aquello" no supo darle un nombre. Luego se enteró de que existía algo a lo que llamaban "vuelco en el estómago" y entonces lo nombró. A partir de ese momento, esperó a sentirlo siempre que la veía. Así fue.
La primera vez fue al entrar en la iglesia. Era domingo y Fermín se dirigía a misa con paso ligero pues llegaba rozando las 12. Al doblar la esquina con intención de agarrar el portalón de la entrada se topó con ella y sintió esa cosa en el estómago. Había desayunado bien y no creía sentirse mareado. ¿Qué era aquello?
Le cedió el paso con cierta torpeza en el momento previo al choque. Ella susurró un “perdona” y entró en la iglesia. Él hizo lo mismo. Su intención era dirigirse hacia el banco donde se sentaba siempre pero vio que estaba ocupado. Las palabras del cura ya salían por el micrófono con el nivel de saturación habitual. Se encontró en la mitad del pasillo frente al altar. Miró hacia un lado y otro y tropezó con muchos pares de ojos observándole. Advirtió una pausa en el discurso del párroco que él interpretó como una reprimenda por lo inadecuado de su comportamiento. Se arrodilló frente al altar, realizó una rápida genuflexión y murmuró “en el nombre del padre… amén”. Luego se dirigió hacia una banca corrida donde había gente y se hizo un hueco. Colocó las manos una encima de otra a la altura del vientre y respiró con profundidad. Todavía estaba descifrando la sensación aquella del estómago cuando el cura ordenó: "podéis sentaros".
La misa acababa de empezar pero Fermín no la pudo seguir. Cuando llegaba el momento de contestar las oraciones movía los labios con la seguridad de no levantar sospechas. La sensación del estómago se diluía como una mancha de aceite en el agua y se extendía al resto del cuerpo. Ahora la notaba en las pantorrillas. Era como una flojera que amenazaba con desmayo. No obstante, mantuvo la cabeza bien firme mirando al frente. Si alguien esperaba cazarle escudriñando en la zona donde se sentaban las mujeres lo tenía claro. No se movió ni un milímetro de su posición, aunque en su interior calculó la distancia que le separaba de ella. Pensó que quizá un rápido movimiento de cabeza haciendo como que tosía le hubiera servido para verla. Pero no se lo permitió. Prefirió esperar. Eso es lo que haría Fermín a partir de ese momento el resto de su vida: esperar. Era una manera de vivir.
Cuando Don Jesús dijo "podéis ir en paz" y todo el pueblo respondió con alivio "demos gracias al Señor", Fermín retuvo el aliento y supo que el vuelco recién estrenado llegaría de nuevo quizá con más intensidad. Ella avanzaba por el pasillo con naturalidad y al pasar junto a él sus ojos se cruzaron. Fermín sintió que esta vez le subía hasta la garganta. Lo dejó paralizado, con un nivel mínimo de respiración y los ojos brillantes.
Alguien junto a él esperaba a salir de la banca pero como Fermín no se movía pasó por delante con brusquedad. Fermín estaba de pie mirando al altar, sin intención de irse; parecía indicar que, ese día, él era una de esas personas que se quedan después de misa un rato a solas a rezar o a no se sabe qué. Los feligreses que abandonaban la iglesia trataban de adivinar el monólogo interior de Fermín. Sus pesares pasaban por la reciente muerte de su madre, su soltería pronunciada, sus coqueteos con la curia durante el bachillerato, su aire retraído, su timidez enfermiza… Ninguno hubiera acertado. La verdad era que estaba saboreando aquella nueva sensación. Por ser tan desconocida e intensa se convirtió en un dogma y le ayudó a resistir la vida, al igual que la religión. A partir de ese día se convirtió en un hombre feliz. Sólo tenía que salir de casa y esperar a que el azar les juntase en una calle, al doblar una esquina o pasando por la plaza. Con el tiempo y las sucesivas miradas que él interpretaba como signos certeros no dudó en pensar que algún día estarían juntos. Le salvaba la fe y estaba tranquilo. Confiaba. Ella también le miraba. Exactamente como él. Aunque nunca se decidieran a hablar, se sentían unidos. Mucho más que algunos de los casados del pueblo en el último año.
Por la Ascensión, Fermín acudió a misa como todos los domingos y se encontró con una boda. Pensó que él también debería empezar a imaginarse en aquella situación. Pero al entrar en la iglesia tuvo la visión más desconcertante de su vida. Ella era la novia y se casaba con uno del pueblo de al lado, uno que la había pretendido en los últimos tiempos, según oyó decir a alguien. Fermín sintió un malestar muy grande, algo que tenía un regusto amargo localizado en el mismo lugar en el que había sentido el vuelco. Lo que ahora sentía era un pozo de agua estancada. No pudo comer durante la siguiente semana. Por las fiestas del año siguiente ella dio a luz un bebé al que puso de nombre Fermín, según dijo en la panadería una mañana que coincidieron, porque a su marido le gustaban mucho los toros.
Calixta Ugarte

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