08 mayo 2006

Negros nubarrones

Salí a la calle sin más intención que la de ponerle una válvula de escape a mi cabeza. Las palabras se atropellaban unas a otras y las frases resultantes convirtieron, en apenas media hora, mi pensamiento en un desguace.

- ¿Me pone una válvula para la cabeza, por favor?
- ¿De qué talla?
- No sé, supongo que grande. ¿Tiene XL?
- Ahora va en números. Acérquese. Vamos a ver... la 50. ¿La quiere de grosor ancho o fino?
- Póngame una gruesa, por favor. ¿La tiene extragruesa?
- No me quedan. Es mala época, la crisis, el tiempo, la Navidad..., ya sabe. Pero las recibiré dentro de dos días.
- No sé si aguantaré... Deme la gruesa y una fina. ¿Se pueden poner las dos a la vez? Es que hace bastante tiempo que no uso y quizás con el avance tecnológico...
- Yo no se lo aconsejo, pero existen unas rectales que dicen que hace la función. ¿Se siente muy mal?
- No, no. Tampoco es nada excesivo. Entonces, ¿el jueves llegan?
- Sí, a primera hora. Venga a mediodía por si se retrasan. A las doce están seguro.
- ¿Cuánto le debo?
- Esto son... seis euros con cuarenta y cinco.
- Ahí tiene. Muchas gracias.
- A usted. Hasta luego.

Volví a casa con la sensación de haber hecho una buena compra. El hombre me había dado confianza. Es normal tener que recurrir a estos inventos de vez en cuando. Subí corriendo los cuatro pisos y me puse en acción. Apreté las tuercas al aparato, y lo puse en marcha. Me sentía sorbete de fresa, era una sensación netamente satisfactoria. De repente vi con claridad que debía ver a mi vecino y pedirle sal o azúcar o cualquier cosa que sirviera de excusa para saludarlo. Pero no estaba. En vez de pensar en nada apreté de nuevo el botón, me volví, y al rato llamaron a mi puerta.

- Hola, soy el vecino. ¿Tocó antes mi puerta? Es que estaba matando a mi mujer.
- Vaya, lo siento, ¿no le habré interrumpido?
- No, no se moleste. Ya casi había terminado. ¡Maruja! ¿Lo ve? No contesta.
- No sea macabro, por Dios.
- Si era broma, mi mujer me dejó hace diez años. Se fue con mi hermano, la muy cabrona. No he vuelto a saber de ella, ni quiero.
- Esto, ¿tiene azúcar?
- Bueno, sólo me queda con arsénico. Pero si no se va a echar mucha, no creo que le mate. ¿Quiere algo más?
- ¿Sal no tendrá?
- Sí, claro. ¿Algo más?
- Me voy a llevar unos bollos de esos de sesenta céntimos. ¿Están buenos, no?
- Sí, no están mal. Llévese también estos otros, se los regalo yo, a ver que le parecen. ¿Alguna otra cosa?
- No. ¿Cuánto es?
- A ver, con el descuento por ser mi vecino... Ocho más ocho más dos... Doscientos euros.
- Ah, ¡qué buen precio!
- Es que estamos de ofertas.
- Bueno, hasta luego.
- Adiós, adiós.

Entré en mi casa, dejé todo en la cocina y puse una película de vídeo. Era tan divertida que decidí apagar la tele y dejara para cuando volviese Lucinda a casa. Me asomé a la ventana y a través de los pinos, mucho más allá de los edificios más lejanos, el día, o la parte del día que el día tiene, comenzaba a decir adiós. Desde mi soledad, consciente de que ella no volvería, contemplaba cómo los negros nubarrones se cernían sobre el horizonte.

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