08 mayo 2006

¡Que no, que no!

"¡Que no, que no!. ¡Que ya te he dicho que no!". Me lo digo y no me hago caso, como ya es costumbre, y enciendo la tele, quedándome de pie un segundo hasta que aparece la primera imagen e identifico el programa. No me gusta, y lo cambio "aunque deberías apagar la tele", y recuerdo que me había propuesto no ponerla, como todas las mañanas que era capaz de recordar. Dibujos animados, juguetes cibernéticos, animales africanos, gente hablando en inglés, vuelta al canal del principio, y a "vestirte que se te van los minutos y nada de lo que sale en realidad te apetece ver". Me visto con la rapidez del que busca algo valioso que acaba de perder, y me doy cuenta de que debería haber dejado la leche calentándose mientras me metía en el traje. "¡Que no, que no! ¡Que te he dicho que no!". Y enciendo la radio al tiempo que saco la leche de la nevera, cojo el cazo, vierto, pongo el fuego, el cazo sobre él y dejo que venga a mi mente la imagen de un dios hindú de incontables brazos. Llevo la radio que escucho al baño conmigo y me anudo la corbata, sorprendiéndome de que ese espejo dé una imagen de mí mucho mejor que la del espejo de casa de mi hermana, de mis padres, del de casa de Sara... "Este espejo me quiere". Intento escuchar aquello de lo que informan a una velocidad endiablada y me parece el noticiero del día anterior. "¡Que no, que no!. ¡Que te he dicho una y mil veces que no!". Me amonesto por haber puesto una radio que acabo no escuchando nunca. La apago y al oír el hervor de la leche, salgo corriendo, salvándola de la quema de milagro. Echo todo el aire que había guardado durante la noche en mi cuerpo y respiro. "Gilipollas, siempre te pasa lo mismo", me digo por expiar culpas. Cojo entonces la taza de la suerte y la lleno hasta la mitad, porque si no echo también leche fría "va a quemar los morritos", como decía mi padre, y perderé diez minutos que no tengo, en beber el vaso de leche. Taza en mano, enciendo el televisor sin reprocharme esta vez nada y me siento en el sofá con la tranquilidad de tener el reloj de pared a la vista y el autocontrol apunto para apagar la tele en el momento que proceda. "Vas en hora, vas en hora", me digo. Sin embargo, pese a las marcas, el tiempo se detiene en ese instante en que doy el primer sorbo y desaparece. Basta con no cambiar de canal para que así suceda y la fábrica de mentiras me dé uno de los momentos más reales del día.
Llega la hora, botón rojo del mando y la taza a la cocina. "Que no, que no, que te he dicho que no", sonrío. Ato fuertemente los cordones de mis zapatos y cruzo el umbral de la puerta de la segunda habitación, donde sólo tendré jefe por escrito y abrazos de palabra, donde el ordenador será mi ventana al mundo y el ratón mi mascota favorita, donde trabajaré un día más, de lunes a viernes, mañana y tarde, viernes sólo hasta las tres, con el permiso del televisor y de la radio. "¡Que no, que no! ¡Que ya te he dicho, que no!".
Pedro García Mochales

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