04 abril 2006

Pájaros en los bolsillos

Le despreciaban por sacar pájaros de los bolsillos. Guille sólo ahuecaba el pantalón, se subía las hebillas y el batir de alas ya se oía en el aire. Al ver aquello, los chavales le rodeaban, estirajándole los pantalones, dándole empellones, curtiéndole de cardenales. En verano, el sudor le chorreaba por el pelo negruzco, enraizado a pico en la frente, trasquilado como el de los alimoches hambrientos. La primera paliza se la dieron cuando vivía aún su madre. Ella amaba las golondrinas. De muy niño, sólo le salían golondrinas de los pantalones; hacían sus nidos entre las tejas y la cornisa de su casa. Un día, los chicos del pueblo destrozaron los nidos a pedradas, más tarde las ventanas, y después la piel de Guille. Desde entonces dejó de hablar. Tuvo tiempo la madre de ver urracas encaramadas al tejado, y alguna que otra corneja antes de dejar el mundo. Guille vagabundeó por los campos, y tras la última paliza a manos de un gavillero, hay quien le vio perderse en dirección a las montañas. Dos o tres veranos más tarde, una nube de cuervos negra como el hollín cubrió el cielo, y bajó sobre el pueblo devastando sembrados y cosechas. Dijeron que venían de las montañas. Grupos de hombres armados peinaron aquellas cumbres que dominaban desde su altura al pueblo. A Guille nunca le encontraron. Hace bien poco, alguien dijo haber visto una cigüeña al atardecer, posada en la chimenea de su casa medio derruida, pero nadie creyó algo tan raro por estas tierras. Hay muchos en el pueblo que auguran la llegada de los buitres. Entonces, avisan, más valdrá que nos santigüemos.
Javier Herbosa

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