24 abril 2006

Cuento corto

Ya no tenía la necesidad imperiosa de coger lápiz, papel y hacer los deberes después de un día holgazaneando, sin aprovechar todas oportunidades que habían ido pasando. Lo tenía todo, una mujer que le quería, una casa, un buen trabajo que le garantizaba el pago de todas las facturas y las copas que le apetecieran, a sus padres cerca pero no demasiado, y un precioso sobrino recién llegado al mundo, traído por su querida hermana, a la que recuperaba de un olvido presente en cada nueva conversación.
- ¿Te acuerdas de cuando estuvimos en Málaga?
- Eso fue hace treinta años.
- Sí, pero te acuerdas, ¿no?
- Sí.
Sin embargo, lo echaba de menos. ¿Dónde estaban los sentimientos a flor de piel brotando en el boli azul y plata? ¿Y las libretas que llevaba en el bolsillo de la camisa, volando hacia sus manos cuando alguna chica se le aparecía en el metro como una musa? ¿Qué fue del verso? Se lo preguntaba todos los días entre informe e informe, a cada nuevo cumpleaños de un amigo al que regalaría algo pagado en plástico, comprado un rato antes de empezar la fiesta. No escribía.
Marcos tenía esto en la cabeza dándole vueltas, y no quería quitárselo. Debía volver a escribir, a contar sus historias, reinventando su vida, se decía a sí mismo, cogiendo el toro por los cuernos, una vez que aceptaba que era lo que más quería de este mundo.
Tarde tras tarde probaba de nuevo con un viejo cuaderno dejado a medias. Y una o dos hojas caían arrugadas a la papelera de su estudio, como gustaba de llamarlo para convencerse de que algún día llegaría a serlo.
No lo fue. Marcos fue muy feliz. Vivió años con su primera mujer, otros con la segunda, sobrevivió a sus padres e incluso fue testigo en la boda de su primer sobrino. No tuvo hijos, como tanto deseó, pero aún así, nada le impidió sentirse dichoso durante todos aquellos años. Volvió a escribir una sola vez. En su tumba reza la palabra con la que empezaría su obra nunca escrita: fin.
Pedro García Mochales

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