13 marzo 2006

Hermanos menores

Los concursantes languidecían desparramados en diferentes rincones de la casa, lo cual es una forma más o menos elegante de decir que se morían de aburrimiento y de hambre. Nadie los miraba ya, ni siquiera el equipo de producción reparaba en necesidades tan primarias como el papel higiénico o las patatas. Tres de las seis chicas habían entrado en el esplendoroso chalet de cartón piedra impecablemente teñidas de rubio platino con destellos nórdicos, pero ahora las raíces mediterráneas de sus cabellos reptaban desde la coronilla y asfixiaban la claridad pajiza de sus melenas. Uno de los chicos que más posibilidades tenía para alzarse con el triunfo (ingeniero superior, ajedrecista precoz, saxofonista y traductor amateur de Nietzsche en sus ratos libres, según había confesado modestamente en el vídeo de presentación) pisó accidentalmente sus gafas al levantarse de la cama, originando la catastrófica pérdida de uno de los cristales. El incidente le obligó a vagar por las ruinosas estancias con sus lentes tuertas, pero como no hay mal que por bien no venga, esta misma circunstancia le evitó la visualización íntegra del naufragio. Otros dos concursantes decidieron suicidarse porque, según dijeron en su última visita al confesionario, no podían soportar aquella muerte por olvido perpetrada diariamente por la audiencia. Confieso que no presencié el dueto de arakiris que los susodichos jóvenes, llamémosles A y B (lo siento, soy fatal para los nombres), acometieron una tarde de julio, empuñando sendos cuchillos jamoneros, descalzos y en chándal, junto a las aguas enmohecidas de la piscina. En realidad, tengo entendido que casi nadie se asomó a la casa aquella sobremesa, porque en otra cadena emitían a la vez un interesante documental sobre trajes de la Rusia zarista, que reventó de felicidad la barriga del share. Así que la expresión desorbitada de las dos agonías en directo pasó sin pena ni gloria, aunque un exaltado plumilla de un no menos exaltado periódico de tirada local se empeñara en ver en el seppuku ecos de la matanza de Guernica. Por otro lado, el pequeño cocker ruano de orejas versallescas que hacía las veces de mascota no llegó a crecer demasiado. Un buen día dejó de vérsele corretear entre las tibias esqueléticas de los sufridos habitantes, y es que el hambre llegó a resultar insoportable a partir de la décima semana. Nadie le concedió mucha importancia a dicha elipsis canina porque, al parecer, ninguno de los dos frikiespectadores que continuaron viendo el programa hasta el final de los días de aquella desdichada tripulación pertenecía a la sociedad protectora de animales.

Patricia de Zaragoza

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